(Dios y el lenguaje) por Emmanuel Taub

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I.

Premisas (…cuando en el comienzo…)

a. Dios es Uno.[1]

b. Dios sin Nombre.[2]

c. Dios crea en su decir: su Voz creadora dice y crea, crea lo ya dicho.[3]

d. Dios el que ningún ser humano puede ver Su rostro y seguir viviendo.[4]

e. Dios que talló las Primeras Tablas de piedra, y sus Tablas fueron destruidas por Moisés.[5]

f. Dios que ha callado.

g. Dios que ha hecho silencio.

h. Dios que no existe, que ha muerto, que ya no está.

II.

Solamente encuentra libertad para pensar quien comprende la in-existencia de lo pensado.[6]

III.

En la letra está el comienzo, también la errancia. Letra inicial, primera palabra, desde donde la errancia es experiencia narrativa y al mismo tiempo tránsito por la mundanidad de la vida. Hacia el final del Libro otra vez la palabra y la letra. Última palabra, letra final, en donde nos inunda la incertidumbre de una pregunta sin respuesta: ¿Quién crea lo creado?

Sin embargo, el final del Libro también es la re-lectura, la errancia in-finita. Si existe lo que llamamos y conceptualizamos como “tiempo”, y entonces un “pasado”, podemos re-leernos como arrojados al desierto de la existencia, que es errancia y también soledad.[7] Los límites del pensamiento se abren ante la in-existencia de la respuesta. Sólo una filosofía que comprenda el fracaso de su tarea podrá preguntarse por Dios.

IV.

Sabernos como im-posibilidad de una respuesta verdadera impulsa nuestra obstinada  creencia de deber vivir una vida. Pero esta imposibilidad es el sentido mismo de una inutilidad primigenia, de una forma de vida situada siempre más allá de cualquier impulso de dominación, desde la espesa sombra de la burocracia, el Estado o la academia.

La tarea del pensamiento desborda los límites de la institucionalidad y el poder soberano cuando se comprende desde la profunda desolación en la que habita. La desolación es el fracaso de la pregunta por la in-existencia. Y a pesar de ello, es esa misma desolación la que impulsa la errancia y el pensamiento.

V.

El judaísmo es la supervivencia a Dios. También la creatura mundo-naturaleza que hemos llamado “Creación” le sobrevive.[8]  Hemos sobrevivido a la potencia de la Voz creadora en la finitud de la existencia, con la muerte.

Dios también ha sobrevivido: a Sí mismo. Dios sobrevive al silencio de Dios: la calladura es su in-existencia.

VI.

La errancia es la pregunta sin respuestas, la incomodidad de la in-existencia de Dios; el errante se sabe derrotado antes de saberse a sí mismo. Quizá por ello la dimensión de la “derrota” es convertida en el opuesto de la historia que se construye como “verdad” (“verdadera”).

Partiendo desde la historia de la revelación, la Historia solamente fue universal en la narrativa del Libro del Génesis. Luego la narrativa se entrelaza con el mundo haciendo  de la historia del lenguaje de aquel Dios que una vez se reveló el reducto del pueblo judío. Sin embargo, aún la soberanía divina conservaba su dimensión inaprehensible y el espacio entre lo existente y lo in-existente era conservado a través del ritual y el sacrificio. Con la destrucción del segundo Templo de Jerusalén esta narrativa sobre el poder llega a su fin (que luego se re-diseñará desde su tensa relación con lo venidero).[9]

El nuevo mundo necesita de nuevas narrativas y de una historia que se distancie de la errancia y la derrota: un mundo desde la universalidad de la apropiación de lo in-existente como existencia. Y si el peso de Dios no le permite moverse de su trono, será aquel que es llamado Su Hijo quien vuelva realidad lo inconcebible. Con la unión del Imperio Romano (paradigma del poder soberano mundano) y el cristianismo (paradigma de la atadura del poder soberano mundano y el divino) la renovada narrativa se autodenominará Historia Universal.[10]

Este nuevo mundo se levanta sobre los cimientos de un ideal universalista producto de la ligazón entre la institución política imperial y la institucionalización de la revelación divinidad en forma humana, pero que no pretende la universalidad de la diferencia sino de lo propio. Un universalismo que se levanta sobre una nueva idea de “verdad” que viene a dar respuesta al misterio y la incertidumbre de la in-existencia de Dios. Una respuesta que reduce el misterio de lo intraducible de Dios al lenguaje del poder político, y que solamente puede ser posible atando la dimensión divina a la terrenal.

Desde allí, la Historia Universal, hasta nuestros días, se legitima en una nueva veridicción que hace del poder soberano la materialización universal de la respuesta incognoscible. Como consecuencia de esta transformación, la dimensión de la “derrota” como condición de supervivencia y de lo in-existente ya no puede seguir constituyendo el motor de la historia sino que, desde entonces, sólo quien posea la “verdad” será el escriba de la Historia.

VII.

Luego de la época de los Templos de Jerusalén[11] y de la revolución del rabinismo producto de la destrucción y del exilio[12], la mediación entre el silencio divino y lo mundano como rito sacrificial y poder territorial se transformó en palabra des-territorializada y errante. Mientras tanto, la aparición de un poder político universalista y hegemónico encontró su legitimidad soberana con la aparición y aceptación de un Cristo que proclamó con su mundanidad la filiación divina[13], uniendo a través de ésta a Dios y al Imperio.

VIII.

La palabra es silencio, porque Dios es silencio.

IX.

Somos la consecuencia de la encarnadura de lo in-existente.

X.

El judío es el errante del Libro. La errancia no es una memoria ni la repetición de un pasado exaltado, sino tan sólo errancia. No hay errancia sin Libro, tampoco hay Libro sin la pregunta derrotada por la in-existencia de Dios.[14] La errancia no es la representación del poder divino encarnado, sino la realización de una libertad paradojal que testimonia un Voz que ha callado y una tarea im-posible.

El Libro guarda una memoria en el tiempo, pero también es el espacio del recuerdo y del olvido.[15] En el Libro la dimensión del tiempo y del espacio coinciden y se separan en la travesía sin fin del errante. La errancia transita el tiempo de la recordación y el olvido en la espacialidad de la lectura y el comentario. Si en la in-existencia de Dios todo lo que ha quedado es una totalidad fracturada de tiempo y espacio, esa fractura es la grieta por donde el Libro se constituye como arqueología de la Voz creadora que hizo silencio.

El Libro, no el ser humano, fue creado a imagen y semejanza de Dios.

XI.

¿Vale acaso más el olvido o el recuerdo? El pensamiento que interroga se termina sumergiendo en la batalla contra el olvido, en el océano de las metáforas de lo que ya no está: lo que ha-sido por sobre la memoria de lo que fuimos.

Dios calla porque su in-existencia es su triunfo: la soledad de la creatura humana en el mundo. Dios presente junto al ser humano sería im-posible. Por ello Dios debe contraerse al silencio, saberse derrotado por sí mismo.

La in-existencia de Dios es lo que está antes del Libro, luego de la revelación del Libro.

XII.

El Libro también es la narración de las generaciones. Allí la memoria no es el simple acto de quien mira hacia atrás pasivamente (o el ángel de la historia de espaldas), sino que es el olvido quien desde atrás presiona al presente para volverse futuro.

Dios olvidó al ser humano para que el ser humano exista; Dios se olvidó de Sí para que el mundo exista. El olvido y la contracción (tzimtzum) habitan el mismo camino que se pierde por el bosque del conocimiento.

XIII.

Dios no recuerda, ni siquiera su Nombre.

XIV.

El Libro guarda la memoria del olvido, o de lo olvidado que constituyó el primer Libro. El judaísmo es la errancia y el exilio en la palabra revelada y el mundo.[16] Esta errancia contiene una errancia anterior, el exilio antes del exilio: el silencio de la palabra de Dios hacia su in-existencia.

Ante la calladura de Dios, ciento de voces se entrecruzan. Son las voces de la incomodidad de existir en un mundo desolado.[17] Habitamos un Libro en medio del desierto. Y en este desierto, el mundo no progresa sino que espera, como el hombre que espera circularmente mientras se pregunta por el Libro. Dios también espera.

XV.

En la errancia la contradicción se funde con la existencia. La contradicción de una in-existencia creadora libera al errante de la atadura de la respuesta abriéndolo a la frágil dimensión de la pregunta.

La contradicción también es ubicuidad: el errante, el judío, nunca es uno sino uno y otro, el que lo recibe y el que rechaza, el que pacta y el que expulsa, el que escribe y el que lee. No es uno o el otro, sino ambos pero nunca el mismo.

XVI.

El recuerdo es el ancla del espíritu sobre un origen que se ha perdido. El origen es el silencio, el comienzo una letra, y la errancia.

[1] Deuteronomio 6:4.

[2] Éxodo 3:14.

[3] Génesis 1:3.

[4] Éxodo 33:20.

[5] Éxodo 24:12; Éxodo 32:19.

[6] Gilles Deleuze: “Esta hipótesis diría que la pintura en esa época tiene tanto más necesidad de Dios; que lo divino lejos de ser una coacción para el pintor, es el lugar de su máxima emancipación.

En otros términos, con Dios puede hacerse cualquier cosa; puede hacerse lo que no podría hacerse con los humanos, con las criaturas. Dios está, pues, investido directamente por la pintura…

[…]

Una creación extraordinaria de conceptos encuentra en el tema de Dios la condición misma de su libertad y de su liberación. Una vez más, del mismo modo que el pintor debe servirse de Dios para que las líneas, los colores, y los movimientos no estén obligados a representar algo existente, la filosofía se sirve de Dios, en esa época, para que los conceptos no estén obligados a representar algo preexistente, algo dado” (2003:20, 23).

[7] Paul Virilio: “El desierto, como el mar, nos da la sensación de estar sobre esta tierra” (2013:25).

[8] Edmond Jabès: “Que Dios exista o no, no sería, de hecho, la cuestión esencial. Es a sí mismo –y la tradición ha insistido siempre sobre la importancia del libre albedrío– a quien el judío debe, en primer lugar, rendir cuentas del destino de los valores que se ha comprometido a difundir” (2000:82).

[9] Günter Stemberger: “En el año 66 estalló la sublevación contra Roma. Los insurgentes judíos estaban en posición de ser optimistas: el Imperio romano estaba descontento con el gobierno de Nerón y, por tanto, debilitado; además, se contaba con el respaldo de los judíos del Imperio parto, lo cual resultó, en cambio, una especulación errónea. Al principio, los romanos no tomaron en serio la sublevación: los disturbios en Roma a la muerte de Nerón, en el año 68, demoraron todavía más las acciones militares de los romanos, de modo que la resistencia consiguió prolongarse durante cuatro años. Solo Tito, que se hizo cargo del mando supremo de Palestina en lugar de su padre Vespasiano, encumbrado a la categoría de César en el 69, pudo conquistar Jerusalén. El 9 de Ab del año 70 las máquinas de asedio hicieron una brecha en la muralla del Templo, al día siguiente se quemó el Templo y pronto se vio la ciudad en manos de Roma” (2011:17-18).

[10] Evangelio según San Mateo: “Llegando Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?». Ellos dijeron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas». Él les dijo: «Y ustedes, ¿quién decís que soy yo?». Simón Pedro contestó: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» [Sy ei ho Christos ho Huios tou Theou tou zōntos]. Respondiendo Jesús le dijo: «Bendito eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos […ho Patēr mou ho en tois ouranois]. Y yo a la vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia [epi tautē tē petra oikodomēsō mou tēn ekklēsian], y las puertas del Hades [hadou] no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos»” (16:13-19).

[11] Paolo Sacchi: “…la sociedad judía se mantenía unida por un amplio complejo de factores históricos y culturales más que por una unidad religiosa firme bajo una única autoridad reconocida por todos. El Templo y la Ley eran los dos ejes de la religión judía, pero detrás del culto estaba el sacerdote, y detrás de la Ley, el escriba. No es lógico pensar que el sacerdote dejara de intervenir en cuestiones referentes a la Ley, como de hecho que el escriba podía intervenir en temas referentes al culto en sentido estricto. Esta percepción de la duplicidad de los ejes, en la que se apoyaba toda la estructura religiosa de Israel, se pone en evidencia en una máxima de Simón el Justo, que vivió a principios del siglo II a.C.: «Por tres cosas subsiste el mundo: por la Ley, por el Templo y por la Misericordia» (Pirké Abbot 1:2)” (2004:329-330).

[12] Günter Stemberger: “Los rabinos se consideran los sucesores de los sacerdotes, los cuales habían perdido sus funciones con la destrucción del Templo. Naturalmente tal cambio en la comprensión de su propia posición no podía suceder de repente. No obstante, al menos algunos grupos dentro del judaísmo se habían acostumbrado pronto a que el Templo no iba a ser reconstruido tan rápido, a que su época ya había pasado desde hacía tiempo y a que una nueva comenzaba, era que después fue designada, según los rabinos, como la «época rabínica»…

La posición central de la Torá y de su estudio en el Rabinato es fruto, más bien, de la herencia de los doctores de la Ley, los cuales, sin embargo, no fueron un grupo distinto al de los fariseos, sino que en parte pertenecieron a estos, aunque sin coincidir totalmente. Mientras que los fariseos transfirieron las normas de pureza propias del culto en el Templo a la vida cotidiana, despojando al Santuario de su importancia exclusiva, los doctores de la Ley realmente vieron en la Torá y en el estudio el medio para sustituir el culto y el Templo. Ambas tendencias se fusionaron y fortalecieron la una a la otra después del 70…

La fuerte y activa participación de la comunidad judía en el servicio religioso sinagogal presupone una formación ampliamente difundida, no sólo en cuanto a saber leer –y en mucho menor medida escribir–, sino también respecto a ciertos conocimientos de la Biblia, que facultan para ejercicio de a función de meturgemán, un lector o predicador en la sinagoga. El judaísmo se convirtió en el «pueblo del Libro» principalmente por su sistema escolar, desarrollado ya en fecha temprana. Desde muy pronto el «aprender» es un ideal religioso, que no sólo le concierne al rabbí, sino que cada cual, en la medida de sus posibilidades, está obligado a realizar. El objetivo final del movimiento rabínico era llegar a ser un pueblo de sabios” (2011:79-80, 107).

[13] Evangelio según San Juan: “Discutían entre sí los judíos y decían: «¿Cómo puede él darnos a comer su carne?» [Pōs dynatai houtos hēmin dounai tēn sarka autou phagein]. Jesús les dijo: «En verdad, en verdad les digo [Amēn amēn legō], si no comen la carne del Hijo del hombre [Huiou tou anthrōpou] y beben su sangre, no tienen vida [zōēn] en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna [echei zōēn aiōnion], y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida [alēthēs estin brōsis] y mi sangre verdadera bebida [alēthēs estin posis]. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí [en emoi menei], y yo en él [kagō en autō]. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado [kathōs apesteilen me ho zōn Patēr] y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí»” (6:52-57).

[14] Maurice Blanchot: “Pero diré con brutalidad que lo que le debemos al monoteísmo judío no es la revelación del único Dios, sino la revelación del habla como lugar donde los hombres se mantienen en relación con lo que excluye toda relación: lo infinitamente Distante, lo absolutamente Ajeno. Dios habla y el hombre le habla. He aquí el gran hecho de Israel. […] el habla es la tierra de promisión en la que el exilio se realiza en morada, puesto que no se trata de estar en ella en su casa, sino siempre en el Afuera, en un movimiento dentro del cual lo ajeno del Extranjero se libera sin renunciarse” (2008:163).

[15] Jan Assmann: “Precisamente la ausencia de vestigios históricos claros, la retracción del Moisés histórico, invita a esta búsqueda y genera cada año nuevos testimonios de una suerte de literatura de descubrimientos, cuya contribución más notoria sería el libro de Sigmund Freud El hombre Moisés y la religión monoteísta. Pero también cabe preguntarse por Moisés como figura del recuerdo, esto es, poner entre paréntesis el problema de su existencia histórica y ocuparse solamente de qué papel desempeño Egipto en las tradiciones bíblicas y extrabíblicas tardías que se ocuparon del hombre Moisés. […] la verdad del recuerdo no reside sólo en aquello que pueda de facto corresponderse con algo de un pasado que se nos sustrae, y al que sólo de forma asintótica podemos aproximarnos. No abandonamos la verdad del juez instructor, la verdad forense, pero no debemos reducir a ello nuestro objeto. La verdad del recuerdo reside también en lo que ello fundamenta e ilumina del presente histórico. Siempre nos volvemos al pasado desde un presente concreto, y nuestras preguntas, nuestro interés por conocer y nuestros marcos interpretativos vienen definidos por nuestro presente. El pasado recordado es siempre parte de una semántica actual, referida al presente” (2012:99-100).

[16] Edmond Jabès: “Sólo es en el desierto, en el polvo de nuestras palabras, donde la palabra divina podía ser revelada. Desnudez, transparencia de una palabra que cada vez nos es necesario encontrar de nuevo para esperar poder hablar. El caminar errante crea el desierto” (2000:95).

[17] Massimo Cacciari: “…la esperanza también es siempre certeza de decepción” (1995:138).

Mica Hersztenkraut

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