Identidad judía: laicismo y religiosidad

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Por Ana María Shua

Hace un tiempo, en un encuentro literario, un escritor israelí me dijo que si no existiera el Estado de Israel el pueblo judío se asimilaría hasta desaparecer, porque hoy, con el avance del ateísmo, la religión ya no tiene suficiente fuerza para sostener su identidad en la diáspora. Considerando que el comentario tenía una intención provocadora, en primer lugar me sentí maltratada como judía de la diáspora, y ésa era sin duda la intención del que hablaba. Después lo pensé mejor y me sentí maltratada también como judía laica y atea. Después seguí pensando y me pregunté si no tendría razón, en todo caso había allí un tema interesante sobre el que valía la pena reflexionar.

Pero yendo todavía más allá, dí finalmente con el núcleo de la cuestión: ¿por qué me había sentido maltratada? ¿Por qué de un judío a otro es un insulto y una acusa­ción la idea de que no seremos capaces de transmitir el judaísmo a nuestros descendientes?

Se cuenta que cuando Dios entregó a los judíos la Torá le fueron ofrecidos como garantía los antepasados y no los aceptó. Los hombres que recibían la Ley se ofrecieron a sí mismos como garantía y el Señor no los aceptó. Sólo sus hijos, y por lo tanto, nuestros hijos, fueron aceptados como garan­tes.

Hoy somos muchos los judíos que no creemos literalmen­te en un Ser Supre­mo. Somos muchos los que no nos cubriríamos la cabeza de ceni­zas si nuestros hijos optaran por un matri­mo­nio fuera de la comunidad. Y sin embargo, ¿por qué segui­mos pensando que, aunque aquello que tene­mos en común es el pasado, nuestra verdadera garan­tía es el futuro?

No tengo respuestas definitivas a ninguna de estas preguntas. Soy escritora y me siento orgullosa de pertenecer al Pueblo del Libro. Pero como escritora y como judía, de acuerdo a nuestra tradi­ción, sólo tengo comen­ta­rios, histo­rias y reflexiones en torno a mis dudas.

Pienso en el laicismo y la religio­sidad así, como dos términos unidos por una conjunción no adver­sativa. Como dos posibilidades de sostener la identidad judía que de ningún modo deberían oponerse, sino, por el contrario, trabajar juntas en el mismo sentido.

En la famosa y desgarradora carta que Kafka escribe a su padre, le reprocha su religiosidad vacía de sentido, una forma de judaísmo que el padre parece sostener por razones sociales más que por razones de fé. Y, a su vez, se siente rechazado o ridiculizado por ese padre tan temible dispuesto a criticarlo o a burlarse de su propia aproxima­ción laica al pensa­miento y a la historia judía. Kafka no tuvo hijos. En cierto modo, nunca dejó de ser un adolescente inseguro y rebelde, ni una sola vez en toda su carta puede dejar por un instante el papel de vícti­ma y tratar de acep­tar o tolerar o comprender a su padre. Pero nosotros, que estamos fuera del conflicto, podemos ver a estos dos hombres enfrentándose desde lugares aparentemente opues­tos, reprochándose el uno al otro su propia forma de entender lo que significa ser judío y sin embargo, cada uno a su manera, sosteniendo y buscando su identidad.

Hay una leyenda sobre el Baal Shem Tov, el fundador del jasidismo que me parece un buen punto de partida para hablar de una de las características que nos definen. El Besht y uno de sus discípulos (en otras ver­siones es su herma­na) habían caído en poder de los demonios. Una sola plegaria hubiera bastado para salvarlos, pero habían perdido la memoria y ninguno de los dos podía recordar ninguna. – Lo único que puedo recordar -dijo el discípulo- son las letras del abecedario. – ¡Debemos repetirlas! -pidió el Baal Shem Tov- ¡Ya mismo! Y con tanto fervor, con tanta pasión recitaron el Alef Beth Guimel que su plegaria llegó al Señor y fueron salva­dos.

Desde el punto de vista del jasidismo, esta historia sirve para recordar que la intención vale más que las pala­bras, que el fervor en la oración es más importante que su contenido.

Como intelectual judía, no jasídica, no creyente, me conmueve pro­fundamente la idea de que haya sido precisamente el abeceda­rio, y no cualquier otra serie de palabras, la fuente de salvación. El alfabeto, que es ya la organización del caos en un cosmos, el intento de representar, a través de un número fijo de caracteres, todos los sonidos del len­guaje humano. No hay judíos analfabetos, no es concebible que los haya, porque en los orígenes de nuestro pueblo, que fue creado como nación a partir de su religión, en la esen­cia misma de lo judío está la letra, la lectura, el inte­lecto, la posibilidad y la exigen­cia de salir del mundo práctico para internarse en el mundo virtual del pensamiento y la elaboración inte­lec­tual.

No nos basta, hoy, para considerar nuestra identidad, la definición por la negativa que dió en su momento Sartre: judíos son aquellos a quienes los demás consideran judíos. Hace varios años, en el aeropuerto de Tel Aviv, leí un folleto que hablaba del pueblo Palestino diciendo que era ocioso tratar de determinar si ese pueblo existía o no en el momen­to de la creación del Estado de Israel: porque existie­ra o no, lo que había suce­dido desde entonces, las circuns­tancias del exilio, el hecho de que se les impidiera asimi­larse a la población de los países veci­nos, había sido suficiente para darle identidad propia. Los judíos somos el pueblo elegido, no somos el pueblo que eligió y desde ese punto de vista puedo admitir la definición sartreana, judío es el que nace judío para el mundo. Pero una vez atados a nuestro destino, tenemos muchos miles de años de historia en los que encon­trarnos a nosotros mismos. Y a lo largo de la historia, más allá de cualquier forma de persecución, hay constantes, absolu­tos, vínculos entre nuestra reli­gión y las caracterís­ticas en las que nos gusta reconocernos.

Cuando Spinoza sostiene que la virtud es su propio premio, ¿acaso está diciendo algo diferente de lo que ha afirmado desde siempre la religión judía? Si hasta el Día de Juicio Final no habrá premios ni castigos, al cumplir con los preceptos, un buen judío encuentra su reino en este mundo. Un antiguo cuento de la literatura midrásica cuenta que un santo rabino tuvo la oportunidad de asistir a una revelación. Un ángel enviado por el Señor vino a buscar­lo y le dijo que había ganado el privilegio de conocer el Paraíso en vida. Con sorpresa, con cierta decepción, el hombre se encontró de pronto en una Casa de Estudios donde un grupo de estudiosos leían e interpretaban la Torá. ¿Qué es esto? le preguntó al ángel. ¿Adónde me has traído? Y el ángel contes­tó: “Debes saber que no es verdad que los hombres justos estén en el Paraíso. Sino que el Paraíso está en los hombres justos”.

Porque los seiscientos trece mitzvoth están contenidos en los diez mandamientos y los diez mandamientos están conteni­dos en la sola idea de amar al prójimo. Y ese es el gran orgullo del pueblo judío, la esencia de su identidad. Más allá de las posturas laicas o religiosas, nos considera­mos a nosotros mismos los creadores y en cierto modo los dueños de la ética. Y este orgullo, este pecado de soberbia, es al mismo tiempo el gran defecto del pueblo judío. Desde la religión, por el hecho de considerarnos el único pueblo elegido por Aquel que es el único Dios de todos los hombres. Desde el laicis­mo, porque en lo profundo de nuestros judíos corazones seguimos creyendo que somos más inteligentes y por sobre todo, más éticos que el resto del mundo.

Laicismo y religiosidad: no debemos permitir que nues­tras opiniones nos dividan. Los judíos no somos mejores que los demás pueblos: pero creemos que tene­mos la obligación de serlo. Siempre tras ese ideal, el pueblo judío ha sobre­vivido ya mucho más que dos mile­nios. Avancemos en el tercer milenio de esta era unidos pero no confundidos, aceptando las diferen­cias entre noso­tros mis­mos así como deseamos que nuestra diferencia sea respeta­da por otros pueblos.

Porque si no es ahora, ¿cuándo?

 

Ana María Shua. Escritora. Desde sus primeros poemas, reunidos en El sol y yo, ha publicado más de cuarenta libros. En 1980 ganó con su novela Soy Paciente el premio de la editorial Losada. Sus otras novelas son Los amores de Laurita, (llevada al cine), El libro de los recuerdos (Beca Guggenheim) y La muerte como efecto secundario (Premio Club de los XIII y Premio Municipal en novela). Algunos de sus libros abordan el microrrelato, un género en el que ha obtenido el máximo reconocimiento en el ámbito iberoamericano.
Recibió varios premios nacionales e internacionales por su producción infantil-juvenil. Sus cuentos figuran en antologías editadas en diversos países del mundo. Su obra ha sido traducida a varios idiomas.

 

*Nota publicada en Davar n°131, Abril/Mayo 2016

 

Mica Hersztenkraut

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Mica Hersztenkraut maneja todas las comunicaciones de Hebraica.

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