Por Diana Sperling
Comprender el pensamiento de Baruj Spinoza es una tarea ardua, interminable y plagada de obstáculos. Algunos de tales obstáculos se deben a la extraordinaria originalidad de la obra del holandés: no encaja en ningún casillero, no se compadece con las clasificaciones usuales de la academia, no se doblega ante el afán de manual de los programas de estudio… Otra de las dificultades es intentar dilucidar de qué manera su condición judía se refleja en su obra. ¿Es Spinoza un judío renegado? ¿Su sistema es “ateo”, o mas bien se trata de una singular reformulación del Dios bíblico? ¿Cómo entender su escritura en relación a las Escrituras?
Nada está allanado cuando se entra a su obra. ¿Significa esto que es mejor abandonar la empresa antes de comenzarla? Sí, si lo que se desea es tener, rápidamente, un cuadro sinóptico, un saber enciclopédico o un resumen manipulable de conceptos prolijamente ordenados y fácilmente entendibles.
No, si quien se acerca al pensador lo hace con la humildad de quien sabe, de antemano, que no podrá encerrar tan delicado y vivaz pájaro en jaula alguna; si presiente que cada vez que crea asir una noción, apresar una palabra, algo de ello se escurrirá entre sus dedos, haciendo imposible su captura total pero dejando, a su paso, una huella imborrable, la inquietante invitación a seguir por ese rumbo, sin tener jamás la certeza de haber llegado a destino.
Es que, como diría Roland Barthes, los escritos spinozianos no constituyen obra sino texto: tejido, textura, labor de entrelazados sutiles y múltiples, figuras en un tapiz que adquieren perfiles diferentes según como y desde donde se los lea. Libro de arena, podría añadir nuestro Borges.
Primer acercamiento
Entonces, ¿por dónde comenzar? Algunas sugerencias: en primer lugar, por el contexto y las circunstancias concretas de su vida y su época (Holanda, siglo XVII). Esto de ningún modo significa que es preciso devorar extensos manuales de historia para conocer cada detalle – suponiendo que tales datos “explican” su pensamiento-, sino ubicar al filósofo en las peculiares encrucijadas históricas, políticas, religiosas y culturales de su tiempo y de su vida para aproximarse aunque sea un poco a los efectos que esas coordenadas pudieron haber tenido en su subjetividad. Porque al leer las categorías nucleares de un pensador, se leen a su través – como en transparencia – tales circunstancias, que son las condiciones de posibilidad y de producción de su quehacer intelectual. Digamos, a modo de ejemplo: si consideramos el conatus essendi – la fuerza con que cada cosa persevera en su existencia – como una idea central que articula el completo discurso spinoziano, será preciso ver, en ese apretado carozo conceptual, no solo una antigua categoría de la filosofía clásica retomada por el holandés, sino además – o fundamentalmente – la expresión del drama judío. Spinoza, descendiente de marranos, viene de una larga y sostenida saga de persecuciones, matanzas y conversiones forzadas. El judío es el personaje que, a través de la historia, ha debido resistir a sangre y letra, ha luchado interminablemente contra los poderes que una y otra vez apostaron a su eliminación, ya sea física o cultural. Expuesto a la posible y cercana desaparición, solo atraviesa los tiempos y perdura gracias a una suerte de fuerza misteriosa: el deseo inquebrantable de perseverar en su existencia. Conatus essendi: formula en latín que, apropiada por la pluma spinoziana, expresa el mas recóndito núcleo de la resistencia judía.
Se impone aquí una precisión metodológica: cada filósofo dialoga, necesariamente, con la historia y la tradición de su disciplina, con los pensadores que le preceden, y toma de ellos ciertos conceptos para ponerlos a funcionar en su propia obra. Pero, ¿Cómo los elige? ¿Por qué rescata unos y descarta otros? Y mas crucial aun: ¿de qué modo integra esas nociones a lo que está construyendo?
Sin intentar responder a tan complejo problema, podrá aventurar, provisoriamente, que las elecciones filosóficas no son solo lógico-sistemáticas sino que están siempre, y de modo indefectible, orientadas por las resonancias que esas ideas o nociones tienen en su constitución personal. El filósofo es, lo quiera o no, un hombre de su época; un sujeto concernido por el entorno y afectado (ah, que termino tan spinoziano!) por los hilos que atraviesan conflictivamente su contemporaneidad, y que impactan en el lugar que el mismo ocupa en ese tiempo. Lugar que, a su vez, estará marcado por su historia, su proveniencia, sus herencias simbólicas, su lengua, su propia tradición. De modo que, a sabiendas o en forma inconsciente, sus procesos de pensamiento reflejaran en forma mas visible o mas oculta tales entramados. Entonces, lo que el filósofo hace es tomar las figuras que la filosofía le provee y leerlas bajo la lente – para usar, otra vez, una metáfora spinoziana – de su singular e intransferible sensibilidad. Descartará, pues, mucho de lo que el océano de la filosofía contiene por no ser elementos funcionales a su proyecto, ya que no “le dicen” nada, no despiertan eco alguno en él. Y lo que tome, quedará resignificado por ese cedazo formado por su historia, su memoria y su afectividad.
Segundo acercamiento
Otro gesto que considero imprescindible para comenzar a acercarse a los textos del holandés es desechar la ingente cantidad de rótulos que se le han endilgado, rótulos que lejos de ayudar solo hacen obstáculo a la lectura ya que fijan, de antemano, cómo se supone que se lo debe entender y qué es lo que sus páginas dicen.
Algunas de esas etiquetas que se atribuyen a Spinoza: Determinismo; Paralelismo; Panteísmo; Ateísmo.
Primer gesto necesario: tachar todos esos ítems. No dispongo en estas páginas del espacio suficiente para explicar en detalle la falsedad de tales clasificaciones, pero mencionaré al menos algunas pistas para comenzar a orientarnos. En principio, es preciso saber que muchas de estas etiquetas son puestas desde los sistemas de manual dedicados a encerrar la complejidad de los pensamientos en esquemas de rápida aprehensión para el dictado de las materias y sus exámenes correspondientes. Así, los estudiantes no tendrán la necesidad de leer en forma detenida y cuidadosa a un autor: solo deberán repetir la cantinela de esos términos, sin entender qué es lo que están diciendo pero dando la impresión de que han capturado “la totalidad”. Muchos de esos alumnos de ayer devienen docentes de hoy, y enseñan a sus alumnos con las mismas categorías fijadas de una vez y para siempre.
Así como Walter Benjamin decía que la mejor manera de conocer una ciudad es perderse en ella, podríamos sugerir que, para empezar a entender a un pensador, lo mejor será internarse en el laberinto de sus páginas sin temor a desorientarse, sino con el gusto por la aventura y el encuentro de lo inesperado. Deshacerse pues de todo preconcepto, renunciar a tal furor etiquetandi será un buen comienzo. Como en la teología negativa, que renuncia a decir lo que Dios es – dado que su esencia es inaprehensible -, también en filosofía puede ser útil tal procedimiento: despejar el campo, rechazar las definiciones rápidas y facilistas, saber aunque sea lo que un filósofo no es.
He aquí alguna pista para empezar a disolver los rótulos: ¿Por qué Spinoza no es determinista? En primer lugar, porque el determinismo es una categoría de fuerte acento teológico. Proviene de la disputa medieval, llevada a cabo por los Padres de la Iglesia, entre predestinación y libre albedrío. Lo que allí se discutía era el margen de libertad del hombre para decidir acerca de sus actos y su destino. La idea de determinismo retoma tal antinomia, que a su vez carga con el lastre de lo trágico. Se hace preciso, entonces, leer los textos spinozianos a la letra para descubrir que nada de eso está ahí: su pensamiento es el de una legalidad que rige la existencia, los intercambios y las afecciones, legalidad que establece – como toda ley – la relación necesaria entre causas y efectos pero de ninguna manera afirma qué causas se producirán, por lo que la aparición o no de los efectos no se puede establecer de antemano. Para decirlo de otro modo: usando como ejemplo una ley física, digamos la ley de gravedad, puedo prever que si empujo un objeto por el balcón, el objeto caerá de cierta y determinada manera, pero en modo alguno puedo predecir que algo o alguien va a empujar el objeto. De lo que se trata entonces, es de un efecto condicional, donde el término clave es: si se empuja el objeto, este cae. ¿Determinismo? ¡No! Determinación, es decir, para todo efecto hay una causa que lo determina. (Un poco después, Leibniz enunciará su principio de razón suficiente: nada ocurre sin una razón).
Sabemos que Spinoza se opone a la teología, en la misma medida en que el judaísmo – pensamiento antitrágico por definición – se opone a la idea de destino. Los actos de los hombres serán, en gran medida, los que diseñen los avatares de la existencia, de ahí que el judaísmo se entienda – y sin duda Spinoza así lo hace – como una ética y no como una ciencia oracular. Cuando el filósofo afirma, en su Tratado teológico político, que “los decretos de Dios son las leyes de la Naturaleza” (decretos que encuentra expresados en el texto bíblico), apunta precisamente a eso: hay leyes. Es decir, el accionar del mundo y de los humanos está indefectiblemente regido por una legalidad. Hay causas y consecuencias, hay efectos de lo que se hace; hay, también y lógicamente, límites al poder y al actuar. El hombre es un ser limitado: su finitud es condición sine qua non de su existir y obrar, pero eso no lo condena a la impotencia sino a la necesidad de saber qué y cómo hacerlo. Por eso, los mandamientos y los preceptos: para guiarnos en la acción sin anular nuestra libertad. Podemos elegir: no estamos predestinados. Pero nuestras elecciones deben contar con las leyes que nos inscriben en las condiciones de la existencia.
El paralelismo, por su parte, intenta hacer comprensible una dimensión esencial – y revulsiva para el pensar tradicional – de la construcción spinoziana. Su “mapa” está constituido por tres instancias: sustancia, atributos, modos. Muy sintéticamente: sustancia es Dios o causa de sí, aquello que no depende de otra cosa para existir. Para Spinoza – a diferencia de Descartes y de casi toda la tradición filosófica occidental, que siempre ha pensado en términos de sustancia extensa (cuerpo) y sustancia pensante (mente o alma) – hay una sola sustancia, y se llama Dios. Esta sustancia se expresa a través de infinitos atributos, de los cuales solo conocemos dos (ya que esos son los que nos constituyen): extensión y pensamiento. A su vez, estos atributos se modalizan infinitamente. Cada cuerpo es un modo de la extensión, cada idea es un modo del pensamiento. La dificultad, para los comentadores tradicionales, es poner en relación estas dos dimensiones – ya Descartes había intentado una solución, que Spinoza califica de delirante, para “conectar” alma y cuerpo: la invención de la glándula pineal-. Así, los manuales inventan el término “paralelismo” para dar a entender que cuerpo y alma, extensión y pensamiento, corren en paralelo, como dos vías de ferrocarril, de manera que lo que ocurre en una ocurre en la otra. El tema es que, de hecho, según Spinoza no es necesario encontrar conexión alguna ya que en rigor se trata de dos aspectos de lo mismo (“el hombre es una sola cosa que consta de cuerpo y pensamiento”); o sea, dos caras de una moneda ¡y no de dos elementos separados que hay que unir! Es el prejuicio dualista, que domina casi sin excepción el derrotero del pensar occidental, lo que hace ver una separación donde no la hay.
En la misma línea, otra separación dualista queda completamente refutada en Spinoza: la que aparta el mundo terrenal del celestial. Más de veinte siglos de cultura occidental nos han acostumbrado a pensar un Dios trascendente, ubicado “allá arriba”, lugar al que las almas migrarían una vez concluida la vida del cuerpo (casi toda la obra platónica se ocupa de dar forma a esta concepción). Ese Dios, omnisciente y omnipotente, sería una suerte de gran planificador, que ha creado el mundo con una finalidad (el Bien) y con un beneficiario: el hombre. Spinoza se atreve a desarmar tal esquema, al derribar dos ideas –él las llama “supersticiones” – que, a su juicio, son la fuente de todas nuestras creencias: la trascendencia divina y el pensamiento finalista (teleología). En su Ética afirma, sin vacilación alguna, que Dios es inmanente (no está fuera del mundo, en ninguna dimensión “otra”), y no hay tal proyecto finalista (otro punto importante para refutar el prejuicio del determinismo). La inmanencia de Dios es lo que dio origen a otra falsa etiqueta de los comentadores, que han creído ver allí una señal de panteísmo. Pero de ninguna manera es así, ya que el Dios de Spinoza no está en las cosas – los árboles, las piedras, el río – como imaginaba el paganismo, sino que, por el contrario, “todo lo que es, es en Dios”. Tal inversión de términos sí afecta el resultado: no se trata aquí de un dios sustancial, que se haría presente en los objetos naturales como un espíritu o daimon que mora en ellos, sino que Dios lo atraviesa todo en tanto legalidad. Dicho en otros términos: Spinoza llama Dios a la estructura de lo existente, estructura que comporta una legalidad insoslayable que regula los intercambios y las afecciones.
Y ¿qué sino eso es lo que se lee en la Torá desde los primeros versículos? Si lo pensamos en términos estructurales, todo el relato de la Creación no es sino la enunciación de las leyes de funcionamiento del mundo. Leyes que separan, otorgan funciones, establecen lugares, regulan relaciones. Luz y oscuridad, seco y mojado, día y noche, elementos en relación según legalidad. Dios es el nombre simbólico que la narrativa atribuye a tal estructura. Así, la estructura es inmanente a los elementos, pero a la vez, no “habita” en ninguno de ellos.
Lecturas y Escrituras
Si nos tomamos el ingente trabajo de leer en paralelo la Ética demostrada al modo geométrico y el Tratado teológico político podremos comenzar a advertir la estrategia spinoziana: el TTP es un rescate del texto bíblico, cuya lectura no es – dice el filósofo – patrimonio exclusivo de grupo alguno (concretamente, los rabinos de la Sinagoga), sino que debe ser accesible a cualquier lector, debidamente pertrechado con los conocimientos históricos y lingüísticos que le permitan un correcto acercamiento a lo que allí se dice. ¿Y qué es lo que allí se dice? Lo que mencioné antes: los decretos de Dios como leyes eternas de la Naturaleza. Pero “Naturaleza”, para Spinoza, no es – valga la paradoja – una noción naturalista, sino que engloba la totalidad de lo existente. De manera que la Biblia hebrea dice, al modo de la narración, lo que el mundo es y cuáles son las leyes que lo rigen. El conflicto del autor no es con tal estructura, sino con la narrativa que – según él pensaba – “oculta” la estructura y, fundamentalmente, con quienes se atribuyen su interpretación única y verdadera. Se entiende: es que son esos supuestos intérpretes privilegiados quienes han llevado esa narrativa a sus extremos más disparatados, supersticiosos y absurdos, dándole al relato un valor literal que roza con el pensamiento mágico y la fábula infantil. De manera que el proyecto spinoziano sería extraer, de entre el follaje narrativo, la legalidad “cruda”, y ponerla a la vista. He ahí su Ética. Es en ella donde, valiéndose del modo geométrico – con el ascetismo y la parquedad que caracteriza a tal disciplina – Spinoza expone lo que él concibe como el esqueleto de las Escrituras despojadas ya del cuento y el milagro, expurgadas de la imaginería que solo alimenta el prejuicio y limpias ya de toda metáfora que requeriría de un intérprete “iluminado” para explicar su sentido.
Así, la Ética es el cumplimiento de lo que Spinoza propone en TTP: el lenguaje de la geometría, se sabe, es autoevidente y no requiere de sabios oraculares que revelen el significado oculto de los mensajes cifrados de los dioses. Leer el texto bíblico de ese modo matemático es reconocer que lo que en él se expresa son verdades eternas, inmanentes y lógicas, en nada opuestas a la razón. Spinoza aplica a la Biblia el método geométrico, con lo cual realiza un doble movimiento: afirma su verdad y desautoriza a los interpretes teológicos.
De manera que lo que el holandés lleva a cabo es una operación de lectura estructural y a la letra de texto que ha formado su pensamiento, desde su mas tierna infancia. Se sabe que en efecto, como todo niño judío – y mas en la Holanda de la recuperación de la vida judía después de las expulsiones -, Baruj se educa en las aulas de los rabinos de la época y se alfabetiza en hebreo, mediante la lectura de las fuentes bíblicas y talmúdicas. Luego vendrán la lectoescritura en holandés y, mas tarde, en latín. Pero la huella de esas lecturas primeras, el ritmo de esa lengua y la forma de esas letras marcan a fuego su concepción del mundo y definen su sensibilidad. Toda su rebeldía posterior se dirige, no a su condición judía o a las fuentes, sino a la casta rabínica y a su ejercicio autoritario del poder (poder de sancionar el sentido, poder de expulsar). Con respecto al texto bíblico, Spinoza rechaza la anécdota y se queda con la estructura. Rescata uno de los elementos fundamentales del judaísmo: su carácter de legalidad. Podríamos aplicar la misma idea a él mismo: lo judío en el no consiste en lo anecdótico – su enemistad con tales o cuales personajes, su alejamiento de la sinagoga – sino en la estructura de su pensamiento. Incluso, o mas que nada, en su defensa de la lectura autónoma de las fuentes y en su afirmación a ultranza de la libertad de interpretar.
Publicado en: Davar n° 130, Noviembre, Diciembre 2015