La torre de ginger
Según la Torá, luego del diluvio los hombres elevaron una torre y la humanidad entera, poca gente por entonces, como Buenos Aires en enero, hablaba un solo idioma. Esto aparentemente no gustó al Creador, quien confundió el lenguaje de los vecinos, y cada uno comenzó a hablar un idioma distinto: incapaces de comprenderse, se dispersaron, y en otros sitios, ya lejanos de la Torre y distantes entre sí, se reunieron de a grupos según lenguajes que espontáneamente compartían. Esta historia, entre sus muchas interpretaciones, puede tener dos opuestas: 1) El Todopoderoso valora la diversidad, y dispersa a la humanidad porque apuesta a que con distintas culturas la vida será más fructífera. 2) El hombre es incapaz de entenderse y de convivir en armonía, de modo que incluso después de un Diluvio, habiéndose salvado la humanidad casi de milagro, de todos modos las gentes se malinterpretan, se distancian y finalmente se matan.
Ahora estoy en Tel Aviv y hace unos treinta años, desde Babel, hoy Irak, el tirano Sadam Hussein lanzó injustificadamente misiles criminales contra esta tierra de diversidad. Quizás acorde a las dos formas de interpretación del episodio bíblico: la Babel de Sadam, ubicada en el espacio real de la ciudad bíblica; y este prodigio de diversidad que es Tel Aviv, esta ciudad costera, con su mar sin olas y su población efervescente.
Aquí mujeres y hombres se visten como quieren, andan como quieren, viven como quieren. Israel es el único país del Medio Oriente donde mujeres y hombres tienen los mismos derechos, pero en Tel Aviv se nota especialmente; y siendo la única ciudad gay friendly de la zona, también es desprejuiciada en todos sus demás asuntos. Pero conserva, para mí, un aspecto especialmente irritante de la Torre de Babel: la gente no me entiende cuando hablo. En rigor, ya me ocurrió una vez en Corea del Sur: un comercio ofrecía Chicken for take out. Era el único letrero en inglés en la noche de Seúl y yo languidecía de hambre como si me alojara en Pionyang. Cuando le señalé a la empleada el letrero de referencia, me gritó algo en coreano. Insistí: Chicken for take out. Pero ella continuaba gritándome, como si en vez de querer comprarle la estuviera ofendiendo. No podía ser tan difícil: ellos vendían chicken para llevar, y yo quería chicken para llevar. En Buenos Aires muchas veces lo hice: compré pollo para llevar al spiedo, incluso por teléfono. Pero en aquella noche coreana me fui al hotel vencido, como en un tango.
En Tel Aviv, ciudad que visitó recurrentemente desde hace años, conozco un puesto de jugos en la intersección de los boulevares Dizengoff y Ben Gurion. Las variedades de frutas y verduras son interminables, pero luego de muchos experimentos llegué a una conclusión: mi mezcla insuperable es zanahoria, naranja, mango, y una gran porción de jengibre. Pronto aprendí que jengibre, en inglés, se dice ginger. Ahora bien, el empleado, que cambia año tras año, entiende perfectamente mi pronunciación cuando le pido orange y carrot; pero se traba irreversiblemente cuando pronuncio: ginger. No puedo creer, honestamente, que en un puesto donde cuelgan de las paredes raíces de jengibre, el hombre no entienda cuando le digo ginger. Me quedo afónico de repetirle: “ginger”; hasta que logro señalarle la raíz colgada de la pared, y entonces él me dice, como si acabara de entenderlo: “ah, ginger”.
Es cierto que cuando el empleado lo pronuncia, dice algo así como: “ginya”. Pero las dos pronunciaciones no están tan lejos como para que se repita el fenómeno de la Torre de Babel, y nos marchemos cada cual por su lado, yo por el boulevard Ben Gurion, hacia el mar, sin mi jugo; y él manteniéndose en su puesto, con una venta menos; siendo claramente el perdidoso un servidor, dado que los clientes se acumulan en filas tan interminables como la variedad de frutas.
Durante el año, en Buenos Aires practico, con profesores de inglés y frente al espejo, la pronunciación de esta única palabra: ginger.
La pronuncio de todas las maneras posibles: ginya, ginger Rogers, gin tonic, ginger ale. Mis profesores me aprueban, el espejo también. No la imagen, pero sí la pronunciación. Pero cuando llego a la esquina de Tel Aviv, el empleado de la choza de jugos, sea hombre o mujer, me enfrenta al mismo enigma que la Esfinge a Edipo: ¿de qué quieres tu jugo? ¡!!Ginya!!. ¿What? ¡!!!Ginger!!! ¿What? ¡!!Ginseng!!! ¿What? Y así hasta el infinito. Se me aparece la cara y el grito de la mujer coreana en la noche de mi hambre en Seúl.
Invariablemente termino señalando la raíz del jengibre. Mi derrota. Pero si yo tuviera un puesto de mate en Buenos Aires, y un extranjero se me acercara y me dijera: “quiero un mato”. O “quiero una bombille”. O “quiero yerbu”. Yo entendería perfectamente. No le preguntaría qué quiere. Le vendería sin más el producto requerido.
Quizás simplemente me estén cachando. Ya me tienen junado. Se pasan el dato unos a otros, año tras año: ahí viene el shmock del Ginger. “Decile Ginya, jodelo. Es lo más gracioso de la temporada. Lo vas a descubrir fácil: es canoso, usa unas bermudas ridículas. Siempre pide lo mismo. Si se lo llegás a dar, te echamos. Decile ginya, hacete el que no entendés. Es la única tradición que cumplimos en Tel Aviv. No todos cumplimos shabat, no todos ayunamos en Iom Kippur; pero cuando viene este payaso le hacemos creer que no entendemos cuando nos dice: ‘ginger’. Ja ja ja. Se desespera. Le hicimos creer que se dice: ‘ginya’”.
O tal vez, mucho más probablemente, el Todopoderoso determinó que nadie me entienda. Mucho menos cuando digo “ginya”. De modo que sigo peregrinando, en el desierto, buscando un símbolo… de Babel. O mejor: buscando un símbolo de ginya.