Identidades, memorias y poder cultural en la Argentina *

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Por María Bjerg e Iván Cherjovsky

Este libro busca contribuir al debate respecto de la inmigración y la diversidad cultural en la Argentina aportando la mirada de especialistas en distintas colectividades o en temáticas específicas, pero focalizando en las modulaciones de la disputa por el poder cultural entre identidades vernáculas y oficiales en el largo plazo. La implementación estatal de políticas, normas, discursos y prácticas generó una larga negociación que se sostuvo en nociones cambiantes de la idea de nación, nociones basadas en discursos performativos cuyo contenido puede rastrearse en la intersección entre nacionalidad, extranjería, pertenencias étnicas y género. Esos discursos son expresados por las clases dirigentes y sus agentes estatales, pero a su vez son amplificados, contestados, rebatidos y resistidos en vastas zonas de la vida cotidiana por los actores de la sociedad civil, en un proceso dinámico que define límites –siempre imprecisos y cambiantes– a las formas de integración, de gestión de las diferencias y de construcción de la alteridad. El problema de la construcción de la identidad nacional ha sido un tema convocante en la historiografía argentina de las últimas décadas. A riesgo de esquematizar, es posible sostener que los abordajes de ese complejo y extenso proceso se han enfocado en dos momentos. Por un lado, aquel de los debates sobre la preexistencia de la Nación, que engarza al extenso movimiento romántico de la década de 1830 con los sucesos políticos en torno a Caseros. En esta línea, se acepta que la formación de la Nación no fue resultado exclusivo de la guerra contra la dominación colonial, ni de los cruentos enfrentamientos civiles que prologaron la configuración del Estado, sino más bien que fue el Estado el que dio forma a la Nación, articulando una retórica sobre los orígenes nacionales. Ese relato ambiguo e inestable tuvo un papel crucial en la construcción de un sentido de pertenencia, al tiempo que provocó tensiones y pujas concretas y simbólicas entre Buenos Aires y las provincias, no sólo en torno al concepto de nación, sino también al de soberanía.

Los trabajos pioneros de José Carlos Chiaramonte abrieron el sendero de una indagación historiográfica que desestimó la posibilidad de que haya existido, con anterioridad a la organización nacional de mediados del siglo pasado, cualquier forma de identidad colectiva que abarcara al conjunto del territorio que finalmente pasaría a integrar la República Argentina. Así, la creación de la nacionalidad no derivaría de un proceso sociocultural autónomo, sino de uno político. Desde esta perspectiva, el Estado nacional habría sido el artífice de la nacionalidad argentina (surgida con posterioridad a su fundación e impuesta a poblaciones provinciales, locales e indígenas que no siempre se reconocían a priori en ella) y no su consecuencia (Chiaramonte, 1989; Eujanian, 2015). El otro abordaje conecta con el anterior y analiza el fenómeno en la última parte del siglo XIX, cuando dos factores ausentes en el período previo a 1880 se conjugaron para acelerar el ritmo del proceso de construcción de la nacionalidad, y de re-significación de la Nación: la inmigración europea que transformó la fisonomía del país, y el inicio, en el Viejo Mundo, de una nueva etapa de expansión del nacionalismo, surgida en el contexto del despliegue colonial. Así, los inmigrantes que llegaban masivamente a la Argentina entre el último cuarto del siglo XIX y la Gran Guerra provenían de contextos culturales y políticos en los cuales la invención de naciones y los nacionalismos dominaban discursos y prácticas, y arribaban a una sociedad en la que la identidad colectiva era inestable y se encontraba en pleno proceso de formulación. En aquellos años, sobre los cuales tratan varios de los capítulos de este libro, comienza una etapa de afirmación de la Nación y de creación de un sentido de nacionalidad que constituye una suerte de avanzada de los grupos políticos nacionalistas y de despliegue de una reacción contra la inmigración masiva que generalmente se ha asociado con los años del Centenario y, sobre todo, con la década de 1920 (Bertoni, 2001).

(…) En la Argentina de entonces, el proceso de formación de una sociedad nacional que pudiera servir como referencia de las multitudes extranjeras que cada año inundaban el puerto de Buenos Aires todavía estaba inconcluso, lo que exponía a la nacionalidad al influjo de las identidades foráneas.

La babélica fisonomía que adoptaban la capital de país y las ciudades y pueblos del área litoral pampeana había teñido la vida cotidiana e institucional. El espacio público constituía una arena en la que confluían nativos e inmigrantes. Fiestas patrias, conmemoraciones, lenguajes y símbolos múltiples competían con la semántica nacional en construcción. Asimismo, al tiempo que se definía la nueva fisonomía de la sociedad, los extranjeros organizaban sus propias instituciones –que en su mayoría adoptaron la forma de asociaciones mutuales– donde se configuraban (y disputaban) liderazgos étnicos y discursos que solían estar más atentos a los avatares políticos de las naciones de origen (muchas de ellas, también en construcción) que al curso de la política local.

(…) La calle fue quizás el lugar en el que la potencia del cambio de fisonomía cultural que experimentaba la Argentina de fines del siglo XIX se hizo más ostensible. No sólo porque aquél era el lugar preponderante de la sociabilidad, en el que transcurría buena parte de la vida cotidiana de los extranjeros (sobre todo en las grandes urbes como Buenos Aires o Rosario), sino porque la calle fue ocupada por las expresiones culturales de los inmigrantes, en particular, por sus celebraciones patrias. (…) Pero aquellas festividades, que a priori resultaban pintorescas e inofensivas, constituyeron un motivo de inquietud para la clase dirigente local: puesta en acto, la liturgia patriótica extranjera amplificaba la heterogeneidad del país aluvial y rivalizaba con la identidad nacional argentina en construcción.

En el imaginario de las élites, el poder cultural se disputaba, además de en la calle y la fiesta, en la educación y la escuela. Aunque sin un éxito sustantivo, muchas comunidades inmigrantes expandieron la organización institucional hasta abarcar la educación de sus hijos, en su mayoría nacidos en la Argentina. Sin embargo, mantener las escuelas étnicas requería una disponibilidad de recursos que pocas colectividades estaban en condiciones de afrontar.

(…) Entre la década de 1880 y el Centenario, el problema de la integración de la sociedad cosmopolita tuvo un diagnóstico que indujo a la clase dirigente y a la élite cultural a considerar a la educación pública obligatoria como el espacio social apropiado para construir la comunidad imaginada, más allá de los magros resultados que un sistema escolar en construcción pudo lograr. Un claro ejemplo de esta problemática fue la presión que ejerció el Consejo Nacional de Educación sobre los funcionarios de la Jewish Colonization Association, cuya red conformada por setenta y ocho escuelas rurales fue cedida al Estado a fines de la década de 1910, aunque la compañía se reservó la potestad de dictar cursos de hebreo, cultura y religión judía en contraturno.

Después del estallido de la Gran Guerra y de la consecuente desaceleración del crecimiento económico, la conflictividad obrera incorporó un matiz político al problema de la integración, lo que amplificó el veredicto negativo: el cosmopolitismo amenazaba con desintegrar la nación, pero ya no en el sentido cultural del Sarmiento decepcionado, que auguraba que el país se transformaría en una “República de extranjeros” si el sistema educativo público y nacional no lograba modelar las identidades de los hijos de los inmigrantes. La “cuestión social”, la conflictividad, la difusión de ideologías foráneas y un cambio en la composición del flujo migratorio que incluía “elementos exóticos” como los rusos (en realidad, judíos) y turcos (por árabes) planteaban desafíos más complejos para enfrentar los efectos no deseados de la modernización.

La idea de nacionalidad, que había sido definida en términos culturales en las dos últimas décadas del siglo XIX, cobró un inusitado volumen y una renovada connotación a principios de los 1900, especialmente en los años previos a la conmemoración del Centenario de la Revolución de Mayo.

(…) Las dos primeras décadas del siglo XX fueron permeadas por un discurso patriótico expresado en términos esencialistas y teñido de connotaciones morales, que sostenía la identificación entre unidad cultural y nación, y que bregaba por la “restauración” nacionalista” de la Argentina. La idea de una nacionalidad regenerada fue la respuesta a una década marcada por el ostensible cambio de signo político, que en 1916 dio inicio al primer gobierno democrático tras una prolongada era de regímenes oligárquicos. Aquellos también fueron tiempos de violencia, sobre todo la que acompañó a las protestas obreras, en las que los extranjeros tuvieron un dramático protagonismo. La acentuación de la tensión social gestó un clima amenazante y represivo, alimentado por expresiones y prácticas xenófobas.

(…) El inicio de la Segunda Guerra puso en evidencia que la política local quedaba cada vez más vinculada al enfrentamiento entre fascismo y antifascismo que desangraba a Europa. De manera más o menos explícita, la clase dirigente agudizó sus prevenciones culturales e ideológicas, que tradujo en políticas migratorias restrictivas, particularmente hostiles hacia los refugiados, los judíos, los antifascistas y los republicanos españoles, a quienes la derecha nacionalista local consideraba como “expelidos”. En aquel complejo escenario internacional, la clase dirigente intentó mantener la vieja tradición del inmigrante agricultor “trabajador” y “productivo” para asegurarse de que los extranjeros que entrasen al país no fueran “los vencidos que buscan asilo a sus fracasos.”

(…) Entonces, con la Segunda Posguerra sobrevino, por un lado, el fin de la ilusión aluvial –ya que si bien los flujos se recuperaron lo hicieron moderadamente y por un período muy breve– y, por otro, la reapertura y el fomento de la inmigración. El primer gobierno de Juan Domingo Perón intentó incorporar mano de obra calificada para los proyectos desarrollistas del Plan Quinquenal, pero las puertas que se habían cerrado a partir de los años 1920 no volvieron abrirse de modo irrestricto. El peronismo promovió una inmigración planificada y, por cierto, su política no fue ajena a las preocupaciones clásicas de la dirigencia argentina que, desde finales del siglo XIX, había expresado sus reparos a una inmigración que pusiera en riesgo la homogeneidad nacional y la amalgama cultural y étnica del país. Sin embargo, el discurso sobre la relación entre inmigrantes e identidad nacional del peronismo reflejaba –junto a las prevenciones y prejuicios que las élites locales habían desarrollado desde el inicio de la primera posguerra– un desplazamiento del eje político y un retorno al contenido cultural de la nacionalidad.

(…)  La introducción de la educación católica en la escuela pública, reglamentada en 1946 por el peronismo, también constituyó una avanzada del nuevo nacionalismo surgido en los años treinta sobre los lineamientos del país de puertas abiertas que había diseñado la élite liberal. (…) Pero el esplendor del primer peronismo coincidió tanto con una intensificación de las migraciones internas como con una caída de los flujos migratorios del Viejo Mundo: en el tránsito entre las décadas de 1950 y 1960 el ciclo de las migraciones europeas llegó a su fin. Sin embargo, la inmigración continuó, aunque su composición revelase un cambio sustancial. Los inmigrantes ya no descendían de los barcos, sino que cruzaban las fronteras terrestres e inauguraban una corriente latinoamericana a la que, más tarde, se sumarían los flujos asiáticos.

En esa coyuntura de clausura de la época de las migraciones europeas tomó forma el interés intelectual por el impacto de esas poblaciones en la sociedad. Preocupado por el proceso de modernización de la Argentina, el sociólogo Gino Germani propuso una interpretación sobre el proceso social de transición del país criollo al país moderno que atribuía al inmigrante un rol de acelerador del paso hacia la modernidad. De ese modo, la lectura intelectual también retomaba la discusión que durante décadas había ocupado a las clases dirigentes, aunque con variantes, en tanto que la cuestión de la identidad nacional había cedido el paso a la preocupación por la integración social. La clase política, los funcionarios estatales y parte de la opinión pública hacía tiempo que habían acudido al concepto de “crisol de razas”, no tanto para describir un cuadro de situación de la sociedad sino más bien como un horizonte deseable. La inquietud que desde principios del siglo XX acosaba a la dirigencia respecto de la integración de una sociedad fundada en una multiplicidad de identidades fue retomada en clave analítica por Germani, que, aunque no suscribió acríticamente al concepto de crisol, sostuvo que la argentina era una sociedad integrada gracias a la movilidad social ascendente que había acompañado la modernización del país.

Mientras los intelectuales miraban hacia el pasado y diagnosticaban los grados de integración de la Argentina en la inmigración europea que había dejado de fluir hacia las costas del Plata, las fronteras terrestres seguían atestiguando la vitalidad del fenómeno migratorio que, sin dudas, había cambiado sus dimensiones, sus ritmos y sus orígenes, pero no por ello había perdido vigencia. Inmigrantes limítrofes y migrantes, y refugiados asiáticos aparecían tímidamente en la escena local.

(…) Si es posible aseverar que la xenofobia ha sido una manifestación social esporádica, la discriminación (manifiesta o escondida en formas de expresiones populares) resultó más persistente. Desde los albores del siglo XX, la Argentina se concibió como una sociedad “integrable” y, por ello, todo el ahínco fue puesto en la adaptación y la homogeneidad cultural. La negación de la diversidad como fortaleza fue el sustento del largo proceso de construcción de un mito de la argentinidad que terminó por obstaculizar la inclusión de los nuevos migrantes –latinoamericanos y asiáticos– en la narrativa identitaria de su país de adopción. Desde la perspectiva de los discursos sobre qué significa ser argentino, la exclusión de ciertos grupos de ese colectivo nacional se sostuvo en el prejuicio, los malentendidos y la ignorancia.

(…) En los 2000, la cuestión del multiculturalismo –que había permanecido en la periferia de las agendas gubernamentales y de los debates políticos– comenzó a cobrar presencia. Sin embargo, su impacto en la sociedad y, en particular, en los abordajes académicos, fue ambiguo. Posiblemente, ello se debió a que el multiculturalismo tuvo que disputar con una tradición –sobre todo, historiográfica– en la que la preocupación por la construcción de la identidad nacional había prevalecido sobre la valoración de etnicidad. Y, aunque la preeminencia de los flujos latinoamericanos era innegable, el mito de la nación argentina seguía sostenido en una representación que concebía a lo europeo y lo blanco como un rasgo natural de una identidad de origen, de cultura y de intereses capaz de trascender a los individuos y las condiciones sociales, y de excluir a todo aquello que alterase su esencia.

(…) Si durante el siglo XIX y buena parte del siglo XX la escuela fue considerada por las clases dirigentes como un actor central en el pro ceso de integración y homologación cultural de la diversidad producida por la inmigración, la nueva ley confería a la institución escolar la responsabilidad de promover la convivencia en una sociedad multicultural y la de enseñar a valorar las expresiones culturales, sociales y religiosas de los inmigrantes. En el plano discursivo, la ley de 2004 intentó adecuarse a las retóricas multiculturales con las que se reconfiguraron las construcciones identitarias nacionales de Occidente al compás de la globalización y del influjo de la posmodernidad. Sin embargo, en la práctica –a más de una década de sancionada la nueva norma– la traducción de homogeneidad cultural mantiene su inercia. En esa arena de contradicción entre retórica y práctica hegemónicas, los inmigrantes parecen ubicados en lo que Homi Bhabba llama configuraciones culturales in–between (Bhabba, 2002): los extranjeros no se integran completamente a la identidad nacional de los países receptores ni mantienen inalterados sus rasgos culturales originarios.

(…) Esa disputa de larga duración por el poder cultural se resiste a una mirada dicotómica y coyuntural. Al contrario, demanda una perspectiva de larga duración dispuesta a abandonar la separación analítica entre migraciones europeas y no europeas (o históricas y recientes). A partir de esos supuestos básicos, la riqueza del perdurable proceso migratorio se abre a la mirada del investigador para que éste se adentre en el inestable terreno de la creación de ideas de pertenencia. Allí confluyen actores que traman narrativas históricas y memorias públicas fluidas que contestan las premisas de la cultura oficial y discuten la imagen mítica de la Argentina como nación blanca, europea y católica.

A su vez, esas narrativas, cruciales para afianzar el estatus de las minorías frente a la sociedad mayoritaria, exigían a los liderazgos étnicos la inclusión de elementos orientados a reafirmar (o reinventar) la identidad del grupo. Una tarea doble que no sólo se jugaba en el campo de la ley, la participación cívica y la creación de instituciones, sino también en el terreno sutil de los mitos, los símbolos y los rituales. Es justamente en ese espacio inmaterial donde las minorías buscan ganarse el reconocimiento de las élites que detentan el poder cultural, creando narrativas orientadas hacia el exterior del grupo que den cuenta tanto de su voluntad de integración a la nación como de su respeto por los valores dominantes en el seno de la cultura oficial. Y es también ahí donde se hace patente la necesidad de sostener un relato orientado hacia el interior, conformado por ciertas autorrepresentaciones que ayuden a construir la comunidad imaginada, a fin de que el grupo pueda pensarse como un colectivo diferenciado, tanto respecto del núcleo hegemónico como de las otras minorías que componen la sociedad. El dilema es cómo integrarse sin desaparecer.

(…) uno de los temas recurrentes a lo largo del libro es el rol de la memoria pública como un posible catalizador de las tensiones sociales, cuya función primordial es mediar entre interpretaciones divergentes y contrapuestas, aun privilegiando unas sobre otras. Una suerte de teatro social en el que, así sea de modo desigual, las distintas partes que constituyen la sociedad intercambian sus puntos de vista particulares, buscando llegar a un acuerdo relativo a los símbolos y valores que deben considerarse aceptables.

(…) Observar el entramado social desde la perspectiva de un conjunto de memorias e identidades maleables, cambiantes e interconectadas, siempre atravesadas por el eje del poder, implica colocar en primer plano los símbolos, prácticas y discursos puestos en juego por los emprendedores culturales vernáculos. Como ya hemos enfatizado, son esos los elementos que permiten deducir el armado de las políticas identitarias frente a situaciones, conflictos y coyunturas cambiantes. En este sentido, una estrategia a la que han recurrido varios de los autores convocados ha sido la de observar conmemoraciones y fiestas étnicas, provinciales y nacionales. Generalmente (y por fortuna) registradas en forma exhaustiva por la prensa, las distintas performances que tienen lugar en ese tipo de eventos públicos suelen ser el producto de deliberaciones y consensos pactados entre los líderes étnicos, conforme a ciertas coyunturas en las que creen necesario intervenir. Provenientes de las filas de las instituciones étnicas, del mundo intelectual o del periodismo (algunos han transitado todos esos espacios al mismo tiempo), los líderes étnicos devenidos emprendedores de memoria vernáculos resultan los mediadores naturales entre los intereses de la nación y los de las minorías que representan. Por eso, aunque su posición pueda traerles ciertos beneficios personales (cargos públicos, redes de contactos para hacer negocios, cierta notoriedad), si no logran congeniar ambos intereses, su situación puede tornarse endeble (Gjerde, 1999). Tal complejidad suele acentuarse por el hecho de que, en numerosas oportunidades, los líderes étnicos deben lidiar con ciertas facciones internas que se disputan las lealtades dentro de las filas de un mismo grupo, ablandando los cimientos levantados por las dirigencias en su afán de unir a la tropa.

(…) La diversidad interna también se observa en la numerosa colectividad judía argentina, la mayor de habla hispana a nivel mundial, aunque fragmentada desde su arribo al país, tanto por divisiones ideológicas y religiosas como, incluso, étnicas: ashkenazíes hablantes de ídish y procedentes del este europeo, sefaradíes hablantes de ladino o haquetía y orientales árabe parlantes. El capítulo aportado por Malena Chinski, que recorre las primeras conmemoraciones de la Shoá en el cementerio judío de La Tablada, muestra cómo esas divisiones emergieron incluso en una instancia relacionada con el duelo, efectuada de puertas adentro, en la que los símbolos puestos en circulación contuvieron referencias capaces de representar a los distintos sectores que conformaban la colectividad. En dicha ocasión, el discurso pronunciado por el presidente de la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) repartió alusiones destinadas al sector religioso, a los sionistas (movimiento del cual la misma dirigencia de la AMIA formaba parte) e incluso a sus rivales políticos, los judíos de izquierda que eran refractarios al sionismo. El dirigente los incluyó a todos utilizando referencias muy sutiles, imposibles de decodificar por espectadores externos al grupo.

(…) son varios los autores que focalizan en el problema de la búsqueda de legitimidad por parte de las minorías que conformaron el entramado multicultural de la sociedad nacional. En el capítulo que abre el libro, Lea Geler se apoya en fuentes periodísticas para mostrar con notable transparencia cómo, en el transcurso del último tercio del siglo XIX, algunos soldados y funcionarios afrodescendientes fueron homenajeados por la élite blanca, que los consideraba ciudadanos valiosos debido a su desempeño patriótico y cívico, pero que silenciaba obstinadamente su negritud. Esa falta de legitimidad de los afrodescendientes en tanto grupo étnico también constituyó una afrenta para la colectividad migratoria más numerosa de la era aluvial, si se considera a las colectividades en términos regionales en lugar de nacionales. Tal como muestra Farías en su capítulo sobre los gallegos, éstos fueron estigmatizados por su presunta rusticidad (presentaban una alta tasa de analfabetismo) y su mal uso del castellano hablado (cuando en realidad hablaban galego), por lo que ocupaban uno de los últimos peldaños en la escala valorativa de la sociedad receptora. Pero esos prejuicios pronto impulsaron a la dirigencia étnica a lanzarse a la tarea de construir un discurso sobre las virtudes del buen inmigrante gallego, que ponderaba su condición de freno o tapón ante el aluvión italiano. Los argumentos esgrimidos buscaban rebatir la idea del inmigrante bruto ensalzando a las figuras ilustres de la colectividad, hombres que, pese a haber surgido de la nada, habían logrado importantes méritos sociales e incluso patrióticos. En este sentido, el caso de los hiperbólicos honores rendidos a la figura de San Martín por parte de la colectividad judía, que recorre el capítulo de Iván Cherjovsky, muestra cómo un grupo de líderes étnicos buscó transformar al máximo prócer de los argentinos en una figura pluralista, capaz de forjar una suerte de escudo contra el antisemitismo. El capítulo recoge cuatro estrategias legitimantes puestas en práctica por emprendedores culturales capaces de navegar con fluidez en la confluencia de las culturas judía y argentina.

(…) Quisiéramos manifestar nuestro agradecimiento a todas aquellas personas que han hecho posible este libro, que comenzó a delinearse durante el segundo semestre de 2015 y a tomar cuerpo en el taller que realizamos con los autores de los distintos capítulos a comienzos de 2016 en el Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ). La publicación ha sido financiada con fondos de dicha universidad, en el marco de la participación de ambos compiladores en el Centro de Estudios de Historia, Cultura y Memoria (CEHCMe), UNQ. Asimismo, queremos expresar nuestro agradecimiento por el apoyo que nos ha brindado a lo largo del proceso de investigación y edición el Centro de Altos Estudios en Ciencias Sociales de la Universidad Abierta Interamericana (CAECS)

 

*Fragmentos de la Introducción de Identidades, memorias y poder cultural en la Argentina (siglos XIX al XXI), María Bjerg e Iván Cherjovsky, compiladores (UNQ, 2018)

Mica Hersztenkraut es la Directora de Comunicaciones de Hebraica.

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