Por Javier Sinay
Quien tuviera las letras, tendría la palabra. Lo sabía Abraham Vermont, un periodista ambicioso pero pobre, que soñaba con crear su propio periódico judío en Buenos Aires, una ciudad extraña a la que había llegado un poco azarosamente luego de criarse en un rincón balcánico y de rodar por puntos brumosos de Europa y de Medio Oriente. Vermont se movía aquí como un pez en el agua, pero tenía un problema: había otro, que no era él, que ya estaba por lanzar un periódico judío. Había otro que tenía las letras y, por lo tanto, la palabra.
Era marzo de 1898 y ese periódico se llamaba Der Viderkol [El Eco], y no lo hacía un periodista con oficio como Vermont –que enviaba correspondencias a los diarios judíos de Europa–, sino un muchacho entusiasmado de 20 años. Su nombre era Mijl Hacohen Sinay.
El padre de Hacohen Sinay, un rabino muy conocido, había protagonizado una rebelión en Moisés Ville y al ser derrotado tuvo que dejar la colonia y su familia se desperdigó por la Argentina. Su hijo Mijl llegó a Buenos Aires, donde publicó el primer número de su periódico. Lo hizo un poco para revelar lo que había ocurrido en Moisés Ville y otro poco porque siempre había soñado con lanzar su propio diario. Como no tenía trabajo, pensó que ésta sería una buena forma de ganar unos pesos. Y Der Viderkol fue un suceso.
Pero volvamos a Abraham Vermont. Al enterarse de lo que estaba preparando el hijo del rabino –Der Viderkol aún no había sido publicado, pero me imagino que los chismes corrían en esas calles–, se presentó junto con el vendedor de suscripciones de ese periódico en un conventillo de la calle Corrientes, en la habitación que hacía de oficina de redacción improvisada.
El muchacho se encontraba sentado, doblado, escribiendo un texto a mano en una hoja inmensa. Era el periódico mismo, que no se iba a hacer con tipos de imprenta porque no había en la ciudad ninguna imprenta de alfabeto ídish; por lo tanto, Mijl Hacohen Sinay había decidido publicarlo en litografía, o sea, como un grabado. Eso convertía a Der Viderkol en una suerte de obra de arte casual e involuntaria, bastante agobiante de crear.
Al entrar Vermont, el muchacho interrumpió su tarea y volteó para verlo. Vermont era una persona de aspecto desprolijo. Las crónicas que nos llegan dicen que sus ojos lacrimosos lucían enfermos, no había señal de cejas, la nariz era puntiaguda y los labios, carnosos. Por el rostro amarillento, como chupado, no corría una gota de sangre. “Conózcalo”, le dijo el vendedor de suscripciones, “este es el señor Vermont”. Hacohen Sinay ya había escuchado sobre la fama de periodista de aquel y de repente dejó de fijarse en su apariencia y se sintió honrado por la visita.
Y Vermont, que había llegado con la excusa de suscribirse, se convertiría pronto en uno de los redactores de Der Viderkol, y al periódico lo harían entre los dos.
(…)
Vermont tenía pensado un nombre para su propio periódico: Die Volks Stimme, la voz del pueblo. Y escuchaba cómo, últimamente, Mijl Hacohen Sinay se lamentaba del cansancio de hacer todas sus páginas a mano, imitando perfectamente la escritura de molde, lo que al final lo dejaba exhausto.
Entonces Vermont hizo una ecuación: si Der Viderkol se acababa, lo que no parecía estar demasiado lejos de ocurrir, él podría contratar para su propio periódico una caja de letras de imprenta que un judío rico había financiado para Hacohen Sinay. Sonaba bien. Pero un día, cuando Hacohen Sinay volvió de ver al imprentero y le contó a Vermont que las letras estaban en camino, su proyecto pareció condenado al fracaso. Los lectores de ídish de Buenos Aires no eran tantos como para leer dos periódicos diferentes. Quien tuviera las letras, tendría la palabra, y Vermont decidió jugar sucio.
Actuó así: visitó al financista —llamado Borok— y le dijo que un artículo publicado en Der Viderkol, uno que hacía una burla al presidente de una institución, firmado con un pseudónimo, era una jugarreta contra el propio magnate escrita por Hacohen Sinay. Le contó que él mismo había visto al muchacho firmando con un nombre falso. Su hipótesis era que si Borok se ofendía y cancelaba su préstamo, Der Viderkol se quedaría sin fondos. Y ese dinero de Borok sería para Vermont, quien editaría su propio periódico comprando la caja de letras. Borok era el presidente de una asociación de trabajadores y le creyó a Vermont su cuento.
Sin embargo, nada ocurrió según las conjeturas de Vermont. Borok le retiró su saludo y cortó todo vínculo con Hacohen Sinay, pero siguió sus instintos de buen comerciante: terminó de comprar las letras y le dijo al imprentero que no le vendiera ningún otro juego de letras ídish a nadie. A Borok no le había gustado la traición de Vermont, así que con estas letras decidió hacer un nuevo periódico con un nuevo redactor.
La trama de Vermont se desvaneció en el aire de un momento a otro. Borok le había cerrado la puerta y se había quedado con las letras. Por su parte, Hacohen Sinay, ahora también rechazado por Borok, no sabía nada sobre la traición y no entendía por qué el magnate no le hablaba: nadie le había dado ninguna explicación de este desastre. Así que Vermont tenía una última oportunidad, y pienso que cualquiera que se considere astuto no la dejaría pasar: le pediría a Hacohen Sinay que convenciera al imprentero de que le vendiera un nuevo juego de letras y ya vería cómo pagarle. Porque quien tuviera las letras, tendría la palabra.
Bueno, ¿cómo termina la historia? El final está en un capítulo de “La caja de letras: Hallazgo y recuperación de ‘Apuntes para la historia del periodismo judío en la Argentina’, de Pinie Katz”, pero por ahora es suficiente con plantear el problema. Regresamos al siglo XXI: desde aquí toda esa intriga en torno a la caja de letras me parece una metáfora de lo que fue la génesis del periodismo judío en la Argentina; o sea, una sucesión de aventuras protagonizadas por héroes y villanos que persiguen el sueño de la voz propia en un extraño confín al que acaban de llegar.
Son periodistas: sus virtudes y sus bajezas, sus discusiones y sus carencias siguen siendo fáciles de reconocer para cualquier periodista que hoy lea estas páginas. Pinie Katz es a quien debemos agradecer: al registrar en un libro los inicios crispados del periodismo judío en la Argentina, evitó que quedaran en la nebulosa.
Este es un extracto del prólogo del libro “La caja de letras: Hallazgo y recuperación de ‘Apuntes para la historia del periodismo judío en la Argentina’, de Pinie Katz”, con versión y notas de Javier Sinay. Para comprarlo, escribí a delempedrado@gmail.com o buscalo en Mercado Libre o en tu librería favorita.