Yitzhak Rabin murió en la cumbre de su vida, reconciliado consigo mismo y con su mundo, rodeado del amor y la simpatía de las masas, y liberado del blindaje interior en el que estuvo encerrado durante toda su vida. Sus círculos vitales estaban cerrados. El general que durante la guerra de 1967 había ampliado las fronteras de Israel, estaba a punto de cambiar los territorios ocupados por la paz. El guerrero que llevaba luchando desde su juventud, iba a ser eternizado en la historia como el artífice de la paz. En los últimos tres años de su vida obtuvo la mayor de sus victorias: el triunfo sobre sí mismo y sobre los reflejos del conflicto en medio del cual había nacido y cuya carga llevó toda la vida. Por este motivo, el eterno joven había hecho realidad, en el séptimo decenio de su vida, la promesa de su infancia. La del Tzábar (sabra: nacido en la Tierra de Israel). Que un pueblo sin patria alcanzaría con la nueva generación la paz en la patria histórica curando las heridas espirituales de un exilio que había durado dos mil años. Él mismo formaba parte de esta promesa, empañada por la guerra y la sangre. Pero en esta hora histórica y feliz, el núcleo más profundo de su personalidad le había llevado más allá de su propio horizonte. El horizonte del guerrero que se encontraba a sí mismo después de un largo y doloroso proceso de búsqueda personal.
Durante el duelo por su muerte llamó especialmente la atención la reacción de los jóvenes. Una juventud cuya cultura desconocía, pero con la que, superando la barrera de las generaciones, había comunicado a la perfección durante las últimas horas de su vida. Esta generación bailaba con ritmos diferentes, cantaba otras canciones y adoraba a unas estrellas del pop por las que Rabin sentía un verdadero desprecio. Sin embargo, Rabin y la generación de sus nietos tenían una cosa en común: ese optimismo innato, esa forma directa y decidida de entender la vida, esa concepción algo ingenua de la vida y de la paz que era un antiguo sueño del Tzábar, antes de que las obligaciones de la guerra entraran en su vida y la transformaran. El luto de la juventud que lloraba su muerte adquiría la forma del luto por el padre desaparecido. Rabin nunca había sido un padre en este sentido mitológico; era el hijo típico que siempre cumplía el encargo de sus padres, la generación de los fundadores, con absoluta naturalidad y sin demasiadas preguntas. Su metamorfosis de guerrero a político garante de la paz, superando los principios intelectuales fundamentales que había heredado de la generación de los padres, dio a su vida una calidad diferente. Como si a los 73 años hubiera dejado de ser el eterno hijo.
El hecho de que, repentinamente, en la conciencia de los jóvenes ocupara la posición del padre, apuntaba hacia el cierre de un capítulo y la apertura de uno nuevo. En la frontera entre el pasado y el futuro, donde suelen nacer los grandes mitos de la historia, Yitzhak Rabin se ha convertido en el hijo de una época y en el creador de una nueva era que tal vez sea más feliz.
*Fragmento del libro: Yitzhak Rabin, Héroe de la guerra y la paz, Doron Arazi (Milá, 1997)