El concepto del tiempo en el pensamiento judío

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Por Adin Shteinsaltz

La memoria colectiva del pueblo judío se ocupa intensamente de los sucesos del pasado, adquiriendo el tiempo una gran relevancia. Cuando se trata del tiempo, percibimos como si estuviéramos parados en un determinado lugar, mientras que el tiempo transcurre y pasa por delante nuestro. Si bien la vida judía se encuentra signada por la periodicidad, la concepción del tiempo en el judaísmo integra el movimiento cíclico con el devenir hacia un objetivo determinado, y por ello el futuro se visualiza esencialmente diferente del pasado. No todo acontecimiento relevante logra perpetuarse en el tiempo. Sin embargo, también es cierto lo opuesto: hay acontecimientos sobre los que se puede estimar la dimensión de su influencia solo con el correr del tiempo. De acuerdo con esta concepción, el pasado es una dimensión más de la realidad que nosotros vivimos, y hablar de su muerte solo cobra sentido en términos de dejar de estar bajo nuestro control. Por consiguiente, los acontecimientos que se encuentran en un pasado lejano, pasan a ser una parte estable y sumamente difícil de modificar de nuestra imagen presente. Desde esta mirada, se puede comprender el profundo interés del pueblo de Israel en que su pasado constituya una conexión viva.

 

En el judaísmo, el tiempo ocupa un lugar sumamente importante. La memoria nacional de los sucesos del pasado, la conexión con lo que fue y con lo que será, establece un lugar en la conciencia nacional mucho más relevante de la que existe en otros pueblos y culturas. Tal es así que durante generaciones tuvo vigencia la frase “la patria judía reside en la historia, en el tiempo, y no en un lugar determinado”. ¿Cómo nos paramos ante el “el fluir del tiempo”? En términos físicos, podemos decir que la dimensión del tiempo es diferente, en esencia, de otras dimensiones que forman parte de nuestras vivencias. Mientras que en la dimensión del espacio nos movemos con cierta medida de libertad hacia todas las direcciones, no ocurre lo mismo con el tiempo. Al respecto, tenemos la sensación de estar parados en un determinado lugar mientras que el tiempo pasa por delante nuestro, y transcurre independientemente de nosotros. Si imagináramos al tiempo como un río que fluye hacia una determinada dirección, ¿cómo nos pararíamos frente a él? En general, diríamos que nos pondríamos “de cara el futuro”, y “de espaldas al pasado”. Solemos hablar del futuro que está por delante, y del pasado que dejamos atrás. Sin embargo, podríamos decir que el judaísmo pinta esta imagen de forma inversa: los judíos nos paramos con el rostro hacia el pasado, y dejamos al futuro por detrás. Esto se ve reflejado, por ej, en ciertos usos de la lengua hebrea: “lo que fue” o “lo anterior” es lo que en hebreo se denomina “lefanim” (literalmente: a nuestra cara), mientras que respecto al futuro, dice el profeta Isaías (41-23): “haguidu et haotiot leajor– declarad las cosas que vendrán en lo sucesivo”, es decir, “digan lo que vendrá en el futuro” utilizando el término “leajor”, que en hebreo refiere a lo que está atrás. Podríamos afirmar que, de algún modo, esta concepción judía es una descripción más atinada de la realidad: lo que sucedió es lo que nosotros conocemos, lo que podemos observar, mientras que el futuro, aun el cercano, nos es desconocido e incierto. El futuro llega y se nos concretiza en el presente, visualizándose luego a lo lejos en forma de pasado. Dado que nuestro rostro se dirige hacia el pasado, éste no sólo es más claro y certero sino que es también nuestro principal objeto de indagación. Nuestra preocupación por el pasado se debe a que el pasado es, de hecho, lo que nosotros vemos, lo que podemos observar, mientras que respecto al futuro tenemos solo suposiciones, sueños o deseos… La metáfora del tiempo como un río que fluye es también aplicable al devenir de la historia. Podemos imaginarnos el transcurrir de la historia como una línea recta, o al menos como un flujo que mantiene cierta dirección. Esta imagen no es unívoca; una forma de entender este fluir del tiempo es en un devenir hacia abajo, hacia una inevitable destrucción. En términos científicos, esta concepción dirá que el mundo marcha hacia una anatropía, hacia un desorden creciente, y que llegará a destruirse y desintegrarse en moléculas iguales e inertes. Otra forma de concebir el tiempo es como una línea ascendente ininterrumpida, una línea en constante progreso. Esta concepción optimista del mundo y del tiempo es la que dio origen a la connotación positiva sobreentendida del “progreso”, bajo el supuesto de que cuanto más uno avanza, las cosas van mejorando. Vemos que tanto una como la otra concepción conciben al tiempo (o a la historia, o al destino de la humanidad, sea cual fuere el término que se utilice) como una línea recta en esencia, como un fluir en una determinada dirección. A ambas les es aplicable la metáfora del río que nace en un determinado lugar, y fluye hacia otro determinado lugar. En ambos casos, aun teniendo sinuosidades, altos y bajos, el río mantiene un recorrido fijo y claro. En contraposición con estas concepciones, existió en épocas pasadas otro punto de vista, que entendía al tiempo no como una línea recta sino como un ciclo, un círculo cerrado que se repite una y otra vez, sin cambios ni innovaciones relevantes. Una antigua descripción de esta concepción la hallamos en el Libro de Eclesiastés. Uno de los motivos centrales de este libro es la idea de que “lo que fue es lo que será, y lo que fue hecho es lo que será hecho, y no hay nada nuevo bajo el sol” (1, 9); el movimiento general de las cosas en el mundo es circular, cíclico: “el viento va hacia el sur, luego gira hacia el norte, va girando de continuo y torna a sus giros, el viento” (6), y asì sucesivamente.

El concepto judío del tiempo: Periodicidad (majzoriut) y progreso (hitkadmut)

Una mirada en la cosmovisión general del judaísmo revela que el concepto judío del transcurrir del tiempo no condice con ninguno de los dos conceptos arriba descriptos. Es cierto que la vida judía se encuentra signada por la periodicidad – majzoriut. Los ciclos de días y años tienen una gran importancia en el judaísmo, y cobran relevancia de diferentes modos. No solo se establecen semanas, meses y años sino que también se fijan días especiales festivos, para resaltar dicha periodicidad: el shabat, el comienzo del mes, el inicio del año, el ciclo fijo de las festividades y todo lo que deriva de ellas. Asimismo, encontramos periodicidad en porciones de tiempo más grandes: el año sabático, el jubileo. Claramente, parte de estos ciclos se fijan de acuerdo a los ciclos naturales, como lo son los ciclos del mes y del año. Sin embargo, la existencia de otros ciclos, que no necesariamente se relacionan con fenómenos naturales – como el año sabático y el jubileo – demuestra que nos hallamos ante un enfoque que no surge precisamente de la realidad externa sino de una concepción del tiempo cíclico que siempre regresa a los mismos puntos. La Torá, y las tefilot resaltan una y otra vez esto: la semana, con el shabat como su día cúlmine, como un regresar a la creación del mundo; las festividades, “en recordación de la Salida de Egipto” y de otros suceso particulares que ocurrieron en aquellos días; Rosh Hashaná como un “recuerdo del primer día del mundo”, etc. Especialmente en las festividades se destaca el elemento de que “lo que fue es lo que será”. La noche del seder de Pesaj, la construcción de las cabañas en Sucot, no son sino evocaciones de un suceso que ocurrió en el pasado, al que el pueblo regresa y vive – aun simbólicamente- dentro de su presente. Estos días no son concebidos como meros días de recordación, sino como verdaderos “retornos a” – o repeticiones de los sucesos del pasado. Es más, ciertos acontecimientos son concebidos por el judaísmo no solo como prototipos de lo que ocurriría más tarde, sino como verdaderas matrices. Un acontecimiento como la salida de Egipto constituye un proceso en desarrollo, que retorna y se repite en la historia judía – el ciclo del exilio y la redención – y aun en la vivencia espiritual del individuo. No solo que cada persona debe verse a sí misma como si hubiera salido de Egipto, sino que el molde espiritual de su vida es un sistema paralelo en el que él mismo atraviesa los procesos de esclavización y redención, esclavitud y liberación, la guerra de Amalek y la entrega de la Torá. Ahora bien: en contraposición al enfoque cíclico de la realidad en el que “nada hay de nuevo bajo el sol”, existe otro enfoque: el de un mundo que marcha en una determinada direccionalidad: la concepción de que el mundo entero transita por un sendero que se inicia con la Creación – la briá– y tras un largo recorrido culmina con “el final de los días” – ajarit haiamim -, los tiempos mesiánicos. Diversas fuentes señalan que la redención futura no solo será diferente sino que será más grandiosa y maravillosa que la misma salida de Egipto, y que el mundo entero sufrirá de un cambio drástico en los tiempos venideros. El mundo entero avanza, pues, hacia una finalidad, una meta, algo nuevo, algo extraordinario como nunca antes hubo en el pasado. La creencia en la llegada del mesías es, entonces, mucho más que un “happy end” cósmico, porque en muchos sentidos resulta significativa en cuanto repercute en nuestro presente, en nuestra forma de vida. Así, este mundo constituye un “corredor de entrada al mundo venidero”, una preparación para otra etapa de evolución del mundo. La idea de que la venida del mesías y la redención no son meros frutos de un destino predeterminado sino que son consecuencia de la sumatoria de acciones – e inacciones – del individuo y del grupo destinadas a “enmendar el mundo”, trajo implicancias tanto en la vida de individuos como de comunidades enteras. La concepción del tiempo en el judaísmo comprende, entonces, dos ideas que conviven juntas: por un lado, la idea de la periodicidad, del ciclo, y por el otro, la concepción de que el mundo avanza hacia una determinada meta, y que el futuro será esencialmente diferente de todo tiempo que pasó. A decir verdad, no nos encontramos acá frente a una contradicción sino frente a una noción del tiempo más compleja: La combinación de un ciclo fijo en el cual cada punto en un tiempo determinado es paralelo a otro punto de otro tiempo, junto con el supuesto de que pese a esta repetición existe una progresión y un cambio constante. Para describir esta idea nos valdremos de una noción geométrica: la elipse. El modelo tridimensional de la elipse nos permite apreciar, en un plano, que todos los puntos del círculo son paralelos entre sí, y en otro plano, que todos los puntos avanzan en una determinada línea que aun siendo sinuosa presenta una orientación definida. Con esta mirada, entonces, por un lado decimos que “lo que fue es lo que será” y que las cosas se repiten en moldes fijos, y por el otro lado, cada suceso es particular y no sucedió tal cual jamás. Tal como lo formulara el Rabi Najman de Braslav en sus relatos: “algo que es muy antiguo y sin embargo, es totalmente nuevo”. Si bien la elipse es una forma geométrica bastante compleja, la encontramos a menudo en el mundo natural, en especial en los sistemas biológicos, por ej, en vegetales y animales. Los cabellos enrulados tienen forma elíptica, así como los zarcillos de las vides y otras plantas trepadoras, las cadenas de ADN y demás.

Los sucesos en el devenir del tiempo

Otra metáfora tomada del mundo de la naturaleza es la siguiente “kiiemei haetz iemei ami”. El árbol tiene partes jóvenes, retoños, flexibles y pasibles de ser modificables, y partes viejas, relativamente muertas, duras y a su vez estables, que son las que le dan su forma constitutiva. El crecimiento constante del árbol permite que se vayan agregando más y más anillos y partes que se irán endureciendo y estabilizando con el tiempo. Los sucesos del pasado que atravesó el árbol no son solo la causa de determinadas consecuencias sino que también quedan grabadas como parte integral de su presente. Y cuanto más joven es el árbol, más fuerte se graban en él las influencias de lo vivido. En el retoño, por ej., el daño causado por un rayo será mucho mayor que en un árbol añejo. Esta metáfora nos remite a la relevancia que tiene el pasado en el pueblo de Israel. Quizás por eso es que a menudo vemos cómo este pasado se siente tan concreto como el presente. Los términos “mi maestro dice”, o “el Rambam dice”, – es decir, la referencia a personajes del pasado en tiempo presente como si aún vivieran, como si compartiéramos todos el mismo espacio temporal – son una manifestación de esta cuestión. Ciertos personajes del pasado fueron vitales para el pueblo judío no menos que lo son otros personajes de la propia generación. La mirada hacia el pasado tiene como objeto no solo el extraer enseñanzas para el presente, sino que los acontecimientos pasados continúan influyendo…”

 

Traducción del artículo “Musag hazman bamajshavá haiehudi”

Fuente: https://bama.org.ar

 

Mica Hersztenkraut

Autor

Mica Hersztenkraut maneja todas las comunicaciones de Hebraica.

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