Por Emmanuel Levinas
Para el judaísmo, el objetivo de la educación consiste en instituir una relación entre el hombre y la santidad de Dios y mantener al hombre en esa relación. Pero todo su esfuerzo – desde la Biblia hasta el cierre del Talmud en el siglo VI, y a través de la mayor parte de sus comentadores de la gran época de la ciencia rabínica-, consiste en comprender esta santidad de Dios en un sentido que contrasta agudamente con la significación del término numínico, tal como ésta aparece en las religiones primitivas donde las modernas a menudo quisieron ver la fuente de toda religión. Para esos pensadores, la posesión del hombre por Dios, el entusiasmo sería la consecuencia de la santidad o del carácter sagrado de Dios, el alfa y el omega de la vida espiritual. El judaísmo embrujó al mundo, elucidó esta supuesta evolución de las religiones a partir del entusiasmo y de lo sagrado. El judaísmo sigue siendo ajeno a todo retorno ofensivo de esas formas de elevación humana. Las denuncia como la esencia de la idolatría.
Lo numínico o lo sagrado envuelve y transporta al hombre más allá de sus poderes y de sus voluntades. Pero esos excesos incontrolables resultan ofensivos para una verdadera libertad. Lo numínico anula las relaciones entre las personas haciendo participar los seres, así sea en el éxtasis, en un drama que esos seres no quisieron, en un orden donde se abisman. Esta potencia, en cierta forma, sacramental de lo divino, se presenta al judaísmo como hiriendo la libertad humana, y como contraria a la educación del hombre, que sigue siendo acción sobre un ser libre. No porque la libertad sea una finalidad en sí misma, sino porque sigue siendo la condición de todo valor que el hombre puede alcanzar. Lo sagrado que me envuelve y me transporta es violencia.
El monoteísmo judío no exalta una potencia sagrada, un numen que haya vencido otras potencias divinas, aun cuando participe todavía de su vida clandestina y misteriosa. El Dios de los judíos no es el sobreviviente de los dioses míticos. Abraham, el padre de los creyentes, habría sido el hijo de un comerciante de ídolos, según un apólogo. Aprovechando la ausencia de Tereh, los habría roto a todos, evitando destruir al más grande de ellos para que asuma ante los ojos de su padre la responsabilidad de la masacre. Pero a su regreso, Tereh no puede aceptar esta versión fantástica: sabe que ningún ídolo en el mundo destruiría otros ídolos. El monoteísmo marca una ruptura con una cierta concepción de lo sagrado. No unifica ni jerarquiza los dioses numínicos y numerosos; los niega. No considera sino como ateísmo lo divino que encarnan.
Aquí, el judaísmo se siente muy cerca de Occidente, quiero decir de la filosofía. ¡No es por efecto de un simple azar que la vía hacia la síntesis entre la revelación judía y el pensamiento griego fue magistralmente trazada por Maimónides, reivindicado tanto por los filósofos judíos como por los musulmanes; que un profundo respeto por la sabiduría griega colma ya a los sabios del Talmud; que la educación para el judío se confunde con la instrucción y que el ignorante no podría ser realmente piadoso! Y son frecuentes los curiosos textos talmúdicos que procuran presentar la naturaleza de la espiritualidad de Israel como residiendo en su excelencia intelectual. No es por cierto en virtud de un orgullo luciferino, sino porque la excelencia intelectual es interna y los “milagros” que hace posibles no lastiman, como en la taumaturgia, la dignidad del ser responsable; pero sobre todo, porque no arruinan las condiciones de la acción y del esfuerzo. De ahí la importancia, en toda la vida religiosa judía, del ejercicio de la inteligencia aplicada en primer lugar, por cierto, al contenido de la revelación, a la Torá. Pero la noción de revelación se ampliará rápidamente y abarcará todo saber esencial. Un apólogo rabínico representa a Dios enseñando a los ángeles y a Israel. En esa escuela divina, los ángeles (inteligencias sin fallas pero sin malicias), preguntan a Israel, ubicado en la primera fila, el sentido de la palabra divina. La existencia humana pasa a la inferioridad de su rango ontológico – a causa de esta inferioridad, en función de lo que ella tiene de atormentado, de inquieto, y de crítico – es el verdadero lugar donde la palabra divina encuentra al intelecto y pierde el resto de sus virtudes pretendidamente místicas. Pero el apólogo también quiere enseñarnos que la verdad de los ángeles no es de una especie diferente de aquella de los hombres, que los hombres acceden a la palabra divina sin que el éxtasis deba arrancarlos a su esencia, a su naturaleza humana.
La afirmación rigurosa de la independencia humana, de su presencia inteligente en una realidad inteligible, la destrucción del concepto numínico de lo sagrado, comportan el riesgo del ateísmo. Riesgo que debe correrse. Solo a través de él el hombre se eleva a la noción espiritual de lo Trascendente. Es una gran gloria para el Creador haber creado un ser que lo afirma después de haber dudado de él y de haberlo negado en los prestigios del mito y el entusiasmo; es una gran gloria para Dios la de haber creado un ser capaz de buscarlo y de escucharlo desde lejos, a partir de la separación, a partir del ateísmo. Un texto del Tratado Taanith (pag.5), comenta el versículo de Jeremías 2, 13: “Puesto que es doble la mala acción cometida por mi pueblo: me abandonaron, a mí, la fuente de agua viva, para cavarse cisternas, cisternas perforadas que no pueden retener las aguas”. Insiste en la doble transgresión que se comete por idolatría. Ignorar el verdadero Dios no es, en efecto, sino la mitad del mal; el ateísmo vale más que piedad consagrada a los dioses míticos donde Simone Weil distingue ya la gestión y los símbolos de la verdadera religión. El monoteísmo supera y engloba al ateísmo, pero es imposible para quien no haya alcanzado la edad de la duda, la soledad y la rebelión.
La vía difícil del monoteísmo va a dar a la ruta de Occidente. Uno puede preguntarse, en efecto, si el espíritu occidental, si la filosofía, no es, en último análisis, la posición de una humanidad que acepta el riesgo del ateísmo, que es necesario correr, pero superar, porque es el precio a pagar por su mayoría.
*Extraído de: Difícil libertad: Ensayos sobre el judaísmo de Emmanuel Levinas, Editorial Lilmod, 2004