Por Gerardo Mazur
“Una sola ley y un solo precepto tendréis”
Números XV, 16
Lo ví. Allí estaba. Dentro de mi imaginación se juntaban datos a borbotones. Uno sobre otro. Las asociaciones libres incorporaban protagonistas inesperados. No había paredes, ni relojes, ni almanaques. El tiempo y la realidad pernoctaban en otra parte. Solo aparecía nítido, un sendero. Gris, rugoso, sin flores, sin horizonte.
Caminó hacia mí. Lentamente. Llevando en sus ojos la proyección de una caricia.
Tras breve, escaso trayecto, saludó a Yehuda Halevy. Brazo en alto, ambos. Geometría de paralelas que se encuentran en el afecto. A su cófrade, Katzenelson, que volvía de Auschwitz, le dió su abrigo. Agradeció y dijo: “En casa hace frío. Tengo miedo… Ando por sobre personas congeladas, como árboles hachados… como un desolado, inútil grito pidiendo socorro…” (1)
Lo ví. Bialik. Jaim Najman Bialik me tomó de la mano. Fuerte, tierna, cálida.
El final del sendero desembocaba en “la ciudad de la matanza”.
Su voz se hizo palabra, rebeldía, “verbo ardiente como lava, hendiendo los abismos y rasgando la tersura de los cielos…” (2)
Me dijo:
“Ven hombre, a la ciudad donde se hizo la matanza;
y entre el montón de ruinas y de escombros, avanza,
y mira con tus ojos y toca con tus manos
sobre la cal del muro, sobre el árbol, la piedra
coágulos de sangre, de sangre espesa y negra
y fibras de cerebros y de miembros humanos…
… cristales hechos trizas, mil señales de ultrajes,
destrozos que parecen la obra de salvajes.
Pero no te detengas. Sigue, sigue adelante…
… y llegarás al patio de la casa en donde han ultimado
a un judío y a un can
sobre el mismo montículo y con el mismo hierro
les cortaron a ambos la cabeza.
Un cerdo come ahora al judío y al perro.
Ya mañana la lluvia hará una buena limpieza…
… Para que no demande al cielo por justicia.
Se perderá la sangre en el ignoto abismo
y todo estará como antes y quedará lo mismo…
… Mirándote con ojos terriblemente fijos,
ojos que están clamando, con un trágico anhelo
su vergüenza y miseria, ojos que
preguntan lo que nunca llegó al cielo:
¿Por qué? ¿Por qué? Y otra vez ¿Por qué? (3)
De pronto interrumpió sus pensamientos. Hizo silencio. Fuerte silencio.
Dentro del silencio vi los ojos de mi abuelo. Pedía ayuda. Es la primera vez que veía su rostro. De él y de mis otros abuelos, solo tenía el testimonio de una piedra blanca en el campo de Treblinka, con una inscripción: Bialistok. Bialistok, su ciudad natal. Otra “ciudad de la matanza”.
Me habló con tono de antiguo mensajero:
“Aquel que derrame sangre humana, verá su sangre derramada, que Dios hizo al hombre a imagen y semejanza.” (4)
No entiendo, pensé. No entiendo el absurdo, la incongruencia, el sentido trágico de la vida. La vida que no se da, que nos la arrebatan por un mandato siniestro. No entiendo.
“¿No tenemos todos un mismo padre?
¿No nos ha creado un mismo Dios?” (5)
En mi atribulada memoria apareció el jardín:
“El jardín es pequeño
y oloroso de rosas.
Por el sendero estrecho
se pasea un niño.
Chiquito, pequeño, bonito
como capullo que nace.
Cuando el capullo florezca
no existirá el niño.” (6)
Bialik interrumpió mis pensamientos. Aclaró, sin querer aclarar: “Conocí la guerra civil española: Mueren por algo. En los pogrom, el gran sacrificio ha de quedar desierto.”
Dolor judío. Dolor judío irreparable. ¿Irreparable?
Me tomó otra vez de la mano.
Dejamos atrás Kishinev, la ciudad de la matanza.
Tomamos otro sendero, de una geografía repetida en mi corazón. El sendero se hizo encrucijada. Me daba cuenta que “el viaje más corto es aquel que atraviesa los años…” (7)
Vaya a saber porque vasos comunicantes, la historia avanzaba y retrocedía casi al mismo tiempo. Arroyo 910. Bialik, estático, me tomó del hombro. Pronunció una sola palabra hebrea: “Jurbán”. Jurbán. La destrucción del primer Templo. La destrucción del segundo Templo. Expulsión tras expulsión en la Europa ¿civilizada?… La Shoah. Apareció el rostro de Ben Gurión. Estaba en Londres. Había terminado la II° Guerra Mundial. En las calles, un enorme festejo. En los ojos de ese gigante llamado David, la más inconmensurable tristeza. El pueblo judío de Europa, asesinado.
Jurbán. Ahora en Buenos Aires. Allí estaba con Bialik. En Arroyo 910. Entre escombros. Nuevos escombros. Siempre dolorosos. Escombros hechos pedazos de historia.
Allí, donde por primera vez había flameado en mi Argentina la bandera israelí.
Allí, donde por primera vez pisé territorio israelí en mi Argentina y me di cuenta que el Medio Oriente era mucho más cercano. Mi padre me llevó varias veces. Nos quedábamos parados frente a la fachada. Una emoción generacional de una casa que, en su escala simbólica, representaba un sueño de 2,000 años.
Bialik aguardó que equilibrara mis emociones. Los escombros, vaya a saber porqué fuerza secreta y perversa, nos golpeaban el mundo interno de nuestros desolados cuerpos.
Entre los escombros de la escena maldita, personas que habitaban la casona y sus vecindades. Padres, hijos, hermanos, amigos, conocidos, desconocidos. El terrorismo desarrolla una suerte de marketing siniestro. Elige dónde y cómo destruir. Se preparan para ello. Se capacitan para el ¡Viva la Muerte!. Son eficaces. La bestialidad dimensiona su monto de placer. Incluso, encuentran ayuda en otros, miserables locales. ¿Un cardumen de seres humanos? “Si esto es un hombre”, se preguntaba Primo Levi.
Bialik, como si ya conociera el terreno de memoria, me señaló un hecho increíble. La menorá y la araña de caireles de múltiples cristales que “hacían” la luz, estaban intactos. Descansaban en ese momento sobre la calle Arroyo. Inmediatamente me dijo: “Fueron protegidas por cada uno de los miembros de la Embajada. Eran su estandarte. Jamás iban a permitir que nada ni nadie los destruyera. Varios de ellos habían dejado la vida por defenderlas.”
Antes que yo pudiera o quizás quisiera enjugar mi emoción, Bialik asumió otra vez el rol de poeta, de intérprete del pueblo judío, de mensajero de rebeldías y esperanzas, de arquitecto de ideas, de respuestas judías capaces de transformar la tragedia en síntomas palpitantes de nueva vida. Una suerte de Lejaim que su cerebro poético brindaba con su corazón judío al ritmo diastólico de todo aquello que nunca dejó de ser y seguirá siendo. Lo ví. Lo sentí… Comenzó a recoger pequeñas piedras de los dolidos escombros. Incluso, me pareció que piedras grandes se dividían espontáneamente en más pequeñas para participar de la tarea y ayudar al poeta.
Bialik. Jaim Najman Bialik dibujó letras con las piedras. Letras que enseguida fueron palabras. Palabras que se convirtieron en pensamientos, pensamientos que transmitían un antiguo, presente, permanente mandato.
Escribió sobre los escombros:
En cada lugar donde te encuentres, cuidá, defendé al Templo.
La memoria es rebeldía.
”Justicia, justicia perseguirás, para que vivas.”(8)
Bialik, entonces, retomó su rol de poeta:
“Dios me ha enviado a vosotros porque vió que la angustia os sofoca, y la inercia vuestra existencia mustia;
que vais envejeciendo día a día;
que os corrompe y deshace una lenta agonía;
que habéis perdido fuerza y potestad,
que desmayada está la voluntad,
y, contemplando Dios lo que pasa aquí abajo,
se acordó de su pueblo y a vosotros me trajo.”
“… No dejaré que ruinas tengáis por heredad…”
“Mi Dios me ha circundado de un poder infinito
capaz de arrancar peñas con la más grande calma;
un poder que me impide la espalda doblegar…”
“… Para que todos juntos os alcéis con premura
Ahora estoy de pie ante vuestra puerta…” (9)
Pasó un tiempo que no intenté medir. Corto. Quizás un suspiro. No sé. El sendero era distinto, conocido, cercano, familiar.
De pronto, otra vez Buenos Aires. Otra vez los escombros, la muerte circundante. Pasteur 633.
Las piedras se ordenaron solas empujadas por la rabia y la tristeza.
Cuando no hiciste justicia en el primer atentado, ocurrió el segundo. La pérdida de tiempo del “no hacer”, para nuestra historia, para nuestra tradición, es un delito. Un grave delito que vuelve a matar a nuestros muertos.
Bialik habló desde lejos:
-¡No han leído las piedras! La palabra judía es acción, no indiferencia.
Sentenció:
“…¡La vida! ¡Cuán pesada será ella!
Será una larga noche, pero sin una estrella…”
“Más adonde llegáis, llegáis después de hora…” (10)
Luego, más, es decir, menos. Continuaron las palabras hechas discurso. Elocuentes, grandilocuentes. Ensayadas cada vez, pese a la oposición del metabolismo del vocero, al desgarro del diccionario ético y de la memoria del holandés no errante, llamado Spinoza.
Luego, el tiempo. Los relojes de la impunidad. 20 años. 7.300 días. 175.200 horas. Ochenta y cinco nombres y apellidos sin sístole, sin diástole, sin posibilidad de recibir caricias de aquellos que amaron. Sin vida. Ignorados en la geometría sinuosa de los oblicuos.
AMIA. 20 años… Alguien, quizás Bialik, quizás Norma Lew, la víctima ochenta y seis, llamó a Amós, al profeta Amós. Habló con lentitud, grabando cada palabra en la estructura inaccesible del tiempo. Para que lo siga siempre, sin atraso: “Deja que el juicio corra como las aguas – dijo – y la justicia como una poderosa corriente.”
Apenas mencionó la justicia, con la velocidad del poder maldito, construyeron un dique, un muro de piedras cómplices. Año tras año se apuntala evitando el desborde, clausurando la necesidad de libertad de las aguas en movimiento.
Un dique, con muros de las piedras de “El castillo” (11) para que los agrimensores Bialik y Amós no lo penetren. En la parte superior del muro, una torre guarda un reloj sin campanas. Que nadie despierte. Cada 360 días, vuelven a darle cuerda. AMIA. 20 años… Van por más.
No obstante, ocurrió algo inesperado. Fue el viernes anterior a los 20 años. Casi de noche (12), la primera estrella no apareció. Tampoco la segunda, ni la tercera. No se iluminó ninguna estrella. Decidieron que solo encenderían la luz del Shabat, cuando se haga justicia. Solo entonces.
Referencias
(1)“Canto del frío” de Itzjok Katzenelson. Gueto de Varsovia, 1° de febrero de 1942. Traducción de Eliahu Toker.
(2) De “Poemas Selectos” de Jaim N. Bialik, Editorial Israel, 1938. Traducción de Rebeca Mactas de Polak.
(3) “En la ciudad de la matanza”, de Jaim N. Bialik.
(4) Génesis IX, 6
(5) Malaquías II, 10
(6) Antisek Boas, 14 años. Auschwitz, 1944.
(7) Lea Goldberg
(8) Deuteronomio XVI, 20
(9) “La última palabra” (Profética) Jaim N. Bialik. Traducción de Rebeca Mactas de Polak
(10)“La última palabra”, idem (9)
(11) Referencia a “El castillo” de Franz Kafka.
(12) Interpretación libre de un texto de Alberto Szpunberg.
*El lenguaje de las piedras fue publicado en el 2004 cuando se cumplieron 20 años del atentado a la AMIA. Fue prologado por Enrique Burbinski con imágenes de Mirta Kupferminc y fotografías de Marcelo Brodsky.