Por Cynthia Gabbay
– ¿Cuándo descubriste que el judeoespañol vivía en vos a tal punto que comenzó a exigirte que lo escribieras? ¿Y por qué escribir hoy en judeoespañol cuando precisamente las lenguas van perdiendo su color particular invadidas por los idiomas del neoliberalismo y la globalización?
– En estos últimos años estuve en varias conferencias y congresos donde los participantes discutieron sobre el judeoespañol y sus posibilidades: si está condenado o no, si hay que mantenerlo vivo a fuerza de voluntad, si ciertas producciones lo contaminan o reducen su pureza, qué se yo. No creo saber ahora mucho más que lo que casi todos los interesados en el judeoespañol sabemos: es una experiencia tan hermosa como intraducible y sólo la comprenden los que aman, disfrutan y padecen en esa lengua. Todo parece indicar que, si no sos hablante nativo de ladino o, si no escribís sobre el romancero tradicional, los refranes y las recetas de las abuelas, no tenés el derecho oficial a usar el judeoespañol. Puede ser. Pero entonces, ¿por qué no robarle el judeoespañol a los tradicionalistas y escribir sobre lo que una quiera? Porque yo no soy hablante de ladino. El ladino no es mi lengua materna, fue la lengua de mis abuelos. Y entonces es como esos cartones donde mi mamá dibujaba los puntitos y yo, con hilo rojo y aguja, iba uniéndolos hasta armar la figura del pajarito. Quiero decir que, como mi dominio del ladino es parcial, espurio, incompleto, voy inventando lo que falta, lo que no entiendo, lo que no tengo. Voy mezclando los patrones con la imaginación y el deseo. Y ese trabajo con las hilachas si vos querés, con los restos del banquete, de la fiesta, yo lo vivo como un homenaje a mis mayores, como un gesto de amor que tiene mucho de deliberado, de inútil y también de melancólico.
– Para quienes hemos leído buena parte de tu obra, los personajes que aparecen en tus libros se tornan familiares. Los reconocemos en El Saco de Douglas, en Poemas de Estambul, en De muerte que no manke y ahora regresan, con mucha más precisión en Árbol que tiembla, publicado por La Ballesta Magnífica. En Árbol que tiembla reconstruís el proceso que, junto a tu familia, atravesaste para obtener la ciudadanía española, en el marco del reconocimiento de la diáspora sefaradí como identidad constitutiva de la cultura española, ¿Qué cambió en vos a partir de la ciudadanía adquirida y del proceso de escritura bilingüe?
– ¿Te acordás de esa frase que Hector Tizón dice en La casa y el viento? Algo como que la historia del narrador es un largo rodeo alrededor de su casa. Pero el narrador comprende eso recién cuando se va, cuando la casa real está desvanecida. Entonces podría decir que algo de eso hay en Árbol que tiembla, un libro dedicado a mi viejo. Es un diario de viaje. Y no es. Es la historia de una búsqueda. Y no, tampoco eso. Es un libro donde los vivos se mezclan con los muertos, como suele ser. Y así. Largo no es tanto porque está armado a partir de una serie de viñetas breves, hechas con ciertas imágenes que se me clavaron en la retina de la memoria (como cuando mi abuela contaba que la madre se le soltó de las manos como cuando se quitaba las pulseras y así), pero ciertamente es un libro que da vueltas alrededor de las casas que habitó mi familia a lo largo del tiempo. Y toda la investigación que implicó el proceso de solicitud de la ciudadanía fue como anudar o desanudar los hilos de la genealogía o dar el rodeo de Tizón, pero en un sentido inverso o inesperado: acá lo que importaba no era tanto hacia dónde íbamos sino dónde habíamos estado. Volver a decir los nombres de los muertos que nos habitan, que nos estaban esperando aquí en Argentina, pero también en Israel y en Turquía. Pero bueno, digamos que la obtención de la ciudadanía fue un poco como la Ítaca del poema: “Ítaca te dio un hermoso viaje/ si no fuera por ella no habrías emprendido el camino” o algo así.
– Hay algo de melancólico en Árbol que tiembla, donde alternás castellano tucumano con el judeoespañol “reconstruido”, rescatado de la memoria. ¿Acaso el ritual judío y su ejercicio de la palabra no vienen a combatir la melancolía?
– Supongo que la melancolía es pariente de la nostalgia. Hace pocos días murió una profesora de filosofía muy querida por mí, Julita Nicolini. Tenía un modo de poner a hablar a las palabras que a mí me hace pensar en la poesía: alguna vez nos explicó que la nostalgia era una enfermedad que expresaba una necesidad precisa: el dolor (algia) de no poder regresar a casa (nostoy). Y justo leí en un libro de Valeria Luiselli que la nostalgia como patología fue inventada por un médico de guerra del siglo XVII que atendía soldados desterrados con los mismos síntomas: insomnio y opresión en el pecho, alucinaciones de voces y fantasmas, confusión de pasado y presente. Los paliativos no funcionaban. Había que mandar a los soldados de nuevo a sus casas. Pero ¿qué pasa cuando no se puede volver, cuando las casas que anhelamos ya no existen o las devoró el tiempo, o si, sencillamente, somos parte de ese grupo de forasteros que no saben estar en ninguna parte? Mi abuela, apenas pudo, le prendió fuego a su pasaporte turco, pero siguió hablando en turco con su marido para que los hijos no entendieran y comiendo y cocinando las comidas que aprendió de la madre y de la abuela. ¿Eso es volver o no volver? Quizás un poco de todo esto aparece en Árbol que tiembla, no puedo estar segura. Lo importante es lo que el libro les diga a los lectores. Pero pienso que algo de ese temblor se escucha también en mi judeoespañol espurio y reconstruido. Hay una música ahí que tiene que ver con lo que se conserva, pero también con lo que se pierde, con la envoltura de una ausencia.
– ¿Cómo definirías vos la poesía? ¿Cuándo la elegiste como destino o entendiste que sos y deseás ser poeta?
– A ver, pienso que muchas veces proponer una definición es como cerrar una puerta de golpe. Eso no es algo que me interese hacer de momento. A nadie le gusta que lo encierren. Me dan más ganas de apoyarme en el dintel y, mientras muevo la puerta con el pie (a lo Gary Cooper, diría mi madre) esperar que algún poeta venga en mi auxilio. Y, generalmente, vienen. Recuerdo por ejemplo unos versos de El paisaje interior, de Mirta Rosemberg, que he citado muchas veces como un talismán en mis clases: “Ahora, más cerca de la tierra, / veo las mismas cosas / pero veo más”. Quizás ese sea uno de los trabajos posibles para la poesía: buscar no tanto un punto de llegada, sino más bien un modo de mirar. Y entiendo ese plus, ese “ver más” que dice Mirta, implica detenerse en lo que otros no han visto pero para ponerlo después en circulación, para devolverlo al lenguaje como una sombra viva que busca alcanzar la piel de los lectores y así, seguir diciendo.
– ¿Cuáles son las problemáticas, los temas, las búsquedas estéticas que te parecen, hoy en día, más urgentes y más importantes en el mundo de la poesía?
– Para mí la poesía no tiene que ver con la urgencia. Felizmente. Porque odio que me apuren. Mi vida está llena de rituales, de repeticiones. Algo hermoso que tiene la poesía es que empuja la lengua hacia otros lugares. Lugares que no tienen que ver con la utilidad, con las tareas domésticas, las teorías semióticas o la ganancia inmediata. Es como chupar un níspero o un gajo de naranja que es de alguien más. Chupas el gajo, tirás la cáscara, el azúcar te queda en la lengua y después seguís con tus cosas. Parte del placer de leer y escribir tiene que ver para mí con esa sensación de bandidaje, de apropiación, que te dan lecturas que disfrutás muchísimo y que hacés tuyas, aunque no siempre sean correctas. Ningún apuro. Convertir las palabras ajenas en propias puede ser a la vez algo emocionante y peligroso. Siempre pienso que alguna vez le voy a dedicar mis obras reunidas a Alberto Migré porque no hubiera podido sobrevivir a mi infancia sin las telenovelas que me prohibían mirar y que yo veía a escondidas como si las siestas fueran interminables. Interminables. Igual que la poesía.
*******
Denise León (Tucumán,1974) es poeta, ensayista y profesora. Doctora en Letras e Investigadora del CONICET. Es autora de siete poemarios. Su obra ensayística se ha centrado en literatura, poesía, género y tradición judía en el siglo XX.
Foto: Rodrigo Ciancia
Fuente: /https://esefarad.com/ La Gaceta de Tucumán