Por David Grossman (fragmento)
Cuando tenía ocho años, mi padre me sugirió que leyera los cuentos de Mottel, el hijo de Peisi el cantor. Mi padre también había sido niño en Dinov, una pequeña aldea situada a algunos kilómetros de Lemberg, la actual Lvov, en Galitzia, región de Europa oriental. También él, como Mottel, se había quedado huérfano de padre desde muy chico, y había vivido con su hermano, su hermana y su laboriosa madre viuda.
Mi padre, que había inmigrado a Palestina en 1936, hablaba muy pocas veces de su infancia. Muy escasamente la cortina se corría para descubrirme de forma superficial un mundo singular, fascinante y abstracto, como un teatro de sombras chinescas (…)
Recuerdo cuando mi padre me dio a leer los cuentos de Mottel, el hijo de Peisi el cantor, de Sholem Aleijem (traducido al hebreo por Y. D. Berkowitz). Me sostuvo el libro entre sus manos y yo leí el título del primer capítulo: “¡Silencio! En un día alegre no se debe llorar”, y a continuación las siguientes líneas: “Estoy convencido de que nadie ha disfrutado tanto del primer resplandor de la primavera después de la Pascua como yo, Mottel, el hijo de Peisi el cantor, y el ternero del vecino, que se llama Meni.”
No comprendí nada, pero en aquellas palabras había algo. Cogí el libro de las manos de mi padre y fui a sentarme en el reborde de la ventana, que era mi lugar preferido para leer. Fuera se extendía el barrio de Beit Mazmil, a cuyos habitantes les costaba acostumbrarse al nombre hebreo oficial de Kyriat Yovel. Se trataba de un amontonamiento de casas baratas cuyos habitantes, procedentes de diversos lugares de exilio, discutían en infinidad de idiomas (…)
“Ambos, el ternero Meni y yo, tomábamos los primeros rayos del cálido sol en los calurosos días posteriores a la Pascua, respirábamos el olor a hierba fresca que crecía en la tierra que ahora había quedado al descubierto, ambos habíamos salido de nuestro sombrío cuchitril al encuentro de aquella primera mañana de primavera, agradable, luminosa, cálida. Yo, Mottel, el hijo de Peisi el cantor, había salido de la suciedad de un sótano frío que siempre olía a fermentación y a medicamentos. Y Meni, el ternero de nuestros vecinos, de una fetidez muchísimo peor: de un pequeño, oscuro e inmundo establo cuyas paredes torcidas y estropeadas dejaban pasar la nieve en invierno y la lluvia en verano.”
“¿Te gusta? – me preguntó mi padre -. Lee, sigue leyendo, así era nuestra casa.” Y en aquel momento, tal vez debido a la expresión de su rostro, de pronto comprendí, como una revelación, que por vez primera me invitaba a pasar, que me daba la llave del túnel que conducía de mi infancia a la suya (…)
En cuanto entré en aquel país, ya no pude salir de él. Tenía ocho años, y en pocos meses me tragué todas las obras de Sholem Aleijem que estaban disponibles en hebreo, tanto los libros infantiles como los libros para adultos y las obras de teatro. Cuando volví a leerlas para escribir estas líneas, me sorprendí al darme cuenta de lo poco que entonces había podido comprender y de cómo me había influido lo que no estaba explícitamente escrito en los textos (…)
Ni lo sabía ni lo comprendía, pero algo dentro de mí me impedía dejar de lado esas historias incomprensibles escritas en un hebreo que no me era conocido. Las leía como si me estuviera metiendo en un mundo absolutamente extraño que, al mismo tiempo, era una “tierra prometida”. En cierto modo, sentía que volvía a casa…
En los seis volúmenes de Sholem Aleijem – unos libritos encuadernados en rojo publicados por la editorial Dvir – descubrí el mayor mundo imaginario que podía soñar: un universo que no era ni heroico ni fabuloso, y que aparentemente no tenía nada que pudiera fascinar a un niño. Pero era un mundo que me hablaba y que expresaba con palabras un cierto anhelo, una auténtica necesidad que, hasta aquel momento, no había imaginado. Era un universo poblado de casamenteras astutas, sastres, aguadores, maestros y mocosos de escuela, sacerdotes, mujeres que lavaban la ropa en el río, consumidores de rapé y contrabandistas. En él había pasteles, mantos de piel de cordero y capas de campesinos. Me encontré con prestamistas, con usureros y con bandidos que te asaltaban de noche en los bosques. Con lugares llamados Kasrilevke y Yehupetz, con personajes que tenían nombres como Hersch Leib, Shnior, Menájem Mendel, Iván Pitzkor y el padre Alexei. Y sobre todo, entré en contacto con la extraña experiencia de encontrarme con judíos viviendo entre gentiles (…) Lo extraño era que estaba convencido de que el mundo de Sholem Aleijem – el de la pequeña aldea judía de Europa oriental – seguía existiendo en paralelo al mío. En realidad, nunca me preocupé mucho de la cuestión de su existencia o inexistencia: la literaria era tan potente y llena de vida que jamás me pasó por la cabeza cuestionármela más allá de los seis volúmenes. Pero, en lo recóndito de mi pensamiento, para mí era evidente que aquel mundo seguiría existiendo en algún lugar, con sus leyes y sus instituciones, su lenguaje y su carácter misterioso, un mundo al que siempre acompañaba una melodía entre triste y sonriente, un lamento que se resignaba con la pérdida. ¿Con qué pérdida? Lo ignoraba.
Cuanto tenía unos nueve años y medio, en el momento álgido de la ceremonia conmemorativa del Holocausto, una de esas ceremonias pesadas, trilladas, grandilocuentes e impotentes ante el mismo hecho, ante la enorme cifra, seis millones…
De pronto, lo comprendí: los seis millones, las víctimas, los “mártires del Holocausto”, todos estos términos, a decir verdad, eran mi gente, cualquiera que fuera su nombre. Eran Mottel, Tevye, Shímele Soroker, Jávale, Stempenyu, Lili y Shimek. De pronto, en el asfalto ardiente del patio de la escuela de Beit HaKerem, aquella pequeña aldea me fue arrebatada.
Por vez primera comprendí lo que significaba el Holocausto. Y no exagero al decir que dicha comprensión trastornó mi mundo. Recuerdo la desazón que me invadió durante los días que siguieron – una desazón tal vez propia de los hijos de los supervivientes, porque imaginé que entonces se me había impuesto la “responsabilidad” de acordarme de todas aquellas personas. Y no deseaba en absoluto esa responsabilidad.
Cada niño tiene su primer muerto. Los personajes de los relatos de Sholem Aleijem fueron los míos. No podía ni seguir leyéndolos ni dejar de leerlos. Durante un cierto tiempo llevé a cabo una lectura sistemática que no recuerdo haber repetido: por última vez leí los seis volúmenes, seria y minuciosamente (poniendo atención en no reírme en los pasajes que siempre me había divertido), y la lectura fue, al mismo tiempo, tanto el contacto con el dolor insoportable como la única vía posible de curación. Cada contacto con aquellos textos me hacía más palpable la inmensidad de la tragedia que, de algún modo, también se hacía algo más soportable. Hoy sé que a los diez años descubrí que los libros son el único lugar en el mundo donde pueden coexistir las cosas y su pérdida.
Extraído de Escribir en la oscuridad, David Grossman (Debate, 2010)