Por Martin Buber
No es sobre religión, sino sobre la fe del judaísmo que quiero hablarles. No sobre el culto, el ritual, las normas morales y religiosas, sino sobre la fe, pero en su sentido más serio y estricto. No la fe que asume la forma del “creer que”, no esa maravillosa mezcla de elucubraciones y reconocimientos, sino la del “tener fe en”, o sea, la que significa confianza y lealtad. Por eso es que no asumo como punto de partida una teología judía, sino la actitud esencial y concreta del judío creyente, incluso hasta nuestros días. Aun cuando necesariamente me valgo de conceptos teológicos propios de este credo, no debo perder de vista ni por un instante el material popular del que los extraje: la literatura popular y mis propias impresiones de la vida popular judía, sobre todo la de Europa oriental (si bien no hay en dicha parte algo de lo que no haya también un poco en la occidental). Cuando aludo a este material, me sucede a menudo que me preguntan: “¿usted se refiere, claro, al jasidismo?”. Pregunta que resulta lógica, por cierto, pero la respuesta es que no: en el jasidismo veo apenas un movimiento concentrado, la concentración máxima de aquellos elementos que, de forma menos condensada, pueden encontrarse por doquier en el judaísmo, e incluso en el “rabinismo” (sólo que en este caso no en la ostensible estructura comunitaria, sino en la inaccesible estructura de la vida personal). Lo que estoy tratando de formular, así pues, son los theologoumena1 de una religión popular.
Como no puedo derivar ninguno de estos de una época específica, trataré de presentar la unidad a través de los cambios. En efecto, las verdades religiosas son por lo general de índole dinámica: verdades que no resultan comprensibles a partir de un corte transversal de la historia, sino precisamente a lo largo de toda la línea del tiempo, en su propio desarrollo, en la dinámica de sus transformaciones. El modo en que estas verdades se clarifican y se completan por sí solas, su lucha en pos de alcanzar la pureza propia de una concepción religiosa, es el testimonio más importante de la verdad de dicha concepción. La verdad de la historia de la religión es la expansión de la imagen de Dios, el camino de la fe. Por ende, he de hablar del camino de la fe judía, si bien no en forma estrictamente histórica.
Muchas veces se ha planteado la pregunta acerca de si existe una dogmática judía. Pero antes debería preguntarse, más bien, acerca del poder relativo del dogma en el judaísmo. Es indiscutible que hay dogmas en él, en tanto se han incorporado los trece artículos de fe de Maimónides en la liturgia. Pero el dogma sigue siendo algo secundario. Lo primario en la vida religiosa del judaísmo no es el dogma, que sólo puede surgir cuando se renuncia al instante concreto, vivido (renuncia que la dogmática fácilmente confunde con una elevación por sobre dicho instante), sino el recuerdo y la espera de una situación concreta: el encuentro de Dios con los hombres. Todo lo que es enunciado in abstracto y en tercera persona sobre lo divino, más allá de la confrontación entre el Yo y el Tú, es apenas una proyección sobre el plano conceptual y construido, una proyección que una vez y otra vez se hace sentir como inauténtica, aunque sea indispensable.
Desde este punto de vista debemos considerar el problema del así llamado monoteísmo. La experiencia del Tú en relación directa propia del pueblo de Israel, una experiencia esencialmente singular, es tan intensa que no hay lugar para la sola idea de una mayoría de principios. A esto se le opone el “pagano”, el hombre que no reconoce a Dios en sus manifestaciones. O mejor dicho, el hombre es pagano en la medida en que no reconoce a Dios en sus manifestaciones.
La actitud básica de los judíos se designa con el concepto de yihud, o “unificación”, una palabra que ha sido diversamente tergiversada. Se trata de la confirmación incesantemente renovada de la unidad divina en la multiplicidad de las manifestaciones de Dios, y concebida de forma cabalmente práctica. La percepción y la comprobación humanas traen repetidamente esta situación contradictoria a la luz de las tremendas contradicciones de la vida, y en especial de esa contradicción primordial que se manifiesta en formas diversas y que llamamos la dualidad del bien y del mal; no como un desafío, sino en procura de amor y la conciliación: eso es la unificación, vale decir, el conocimiento, el reconocimiento y el reencuentro de la unidad divina. Y no exclusivamente en la confesión, sino en la consumación de lo confesado; de ninguna manera, por ende, merced a un teorema panteísta, sino en la realidad de lo imposible, en la plasmación concreta de la imagen, en la imitatio Dei. El misterio de esta realidad se consuma en el martirio, en la muerte con el reclamo de unidad del “¡Oye, oh Israel!” en los labios, que en este caso se vuelve un testimonio en el sentido más vital.
Un sabio de la Edad Media dijo: “mi Dios, ¿dónde puedo encontrarte, pero dónde puedo no encontrarte?”. El actual mendigo judío de Europa oriental, en el horror de la peor de sus horas, susurra tierna e imperturbablemente el afectuoso nombre de Gotenju, intraducible, cándido, pero rico en variaciones gracias a su uso. En ambos casos se trata del mismo reencuentro, del mismo y eterno reconocimiento de la Unidad. Lo que se expresa en forma sublime o infantil es la situación dialógica en la que se halla el hombre.
El judaísmo considera el lenguaje como un evento que comprende más allá de la existencia del hombre y del mundo. Contra la estática idea del logos, aquí aparece la palabra en su dinámica plena, como aquello que sucede. El acto de la Creación Divina es lenguaje, pero también cada instante vivido lo es. El mundo se comunica con el hombre que lo percibe, y la vida humana misma es un diálogo. Lo que le acontece al hombre son las señales – las señales grandes y pequeñas, intransferibles pero inconfundibles – del hecho de que se dirigen a él. Lo que él hace o deja de hacer puede ser una respuesta o la negación de una respuesta. De esta forma, toda la historia del mundo, la secreta y real historia del mundo, es un diálogo entre Dios y su criatura; un diálogo en el que el hombre es un miembro auténtico, legítimo, que está autorizado y capacitado para expresar su propia palabra de manera independiente.
Estoy muy lejos de afirmar que la experiencia y la captación de la situación dialógica sea una particularidad del judaísmo. Pero me consta que ninguna otra comunidad humana ha puesto en esta experiencia tanta energía y pasión como lo han hecho los judíos.
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Dios lamenta haber creado al hombre porque éste, entregado al conocimiento del bien y del mal e incapaz de superar la antítesis de estos (no hay otra superioridad que la del creador), trae al mundo creado el caos de lo posible, un caos que ya había sido superado en la creación y caprichosamente se materializa una y otra vez. Dios quiere “borrar” al hombre de la “faz de la Tierra” y con él a todos los seres vivos que el autor del acto de violencia arrastró consigo a la corrupción; de hecho, lamenta haberlos creados a todos. Pero exactamente con el mismo lenguaje, haciendo una explícita alusión a lo recién referido, Dios justifica su perdón después de la destrucción, explicando su decisión de no volver a destruir a todos los seres vivos precisamente “porque las formas del corazón humano son malas desde su juventud”. Ya no dice “todas las formas”, ni “puramente malas” y curiosamente agrega “desde su juventud”. No podemos entender esto de ninguna otra manera que no sea que Dios admite que la imaginación no es mala por completo, que es mala y buena a la vez, pues en medio de ella, y a partir de ella, el corazón humano puede decidir dirigirse hacia él, hacia Dios (cosa que antes del conocimiento del bien y del mal le era imposible), dominar el tumulto de la posibilidad y darle cuerpo a la figura humana querida en la creación. Pues la errancia y el capricho no son innatos en el hombre, él no porta consigo el pecado original: a pesar de toda la carga que le legaron las generaciones pasadas, el ser humano comienza siempre como una persona nueva, y es recién la tormenta de fantasía juvenil lo que lo cubre con la infinitud de lo posible. He ahí, al mismo tiempo su mayor peligro y su mejor oportunidad. De aquí surgió, tras muchos siglos, la doctrina talmúdica de los dos impulsos. Se encontró con que la palabra ietzer, que he vertido como “formas”, ya había cambiado de sentido. Tempranamente, en Jesús Siraj, se aludía con ella al propio impulso en cuyo poder Dios dejaba a la criatura humana, pero siempre con la libertad de respetar los mandamientos y la debida lealtad, a fin de cumplir con la voluntad divina. En el Talmud, en cambio, bajo la influencia de la reflexión creciente, el concepto se divide a veces en un impulso “bueno” y uno “malo”, y a veces sin atributo, se aplica para señalar el segundo de éstos como el impulso elemental. En la creación del hombre, los dos impulsos se oponen. El creador se los otorga al hombre como si fueran dos sirvientes que no pueden prestar servicio si no es en estricta colaboración. El impulso “malo” no es menos necesario que su compañero y, de hecho, es más necesario; sin él, el hombre no buscaría mujer ni criaría hijos, no construiría morada ni intercambiaría económicamente, pues “todo esfuerzo y toda eficiencia en el trabajo es la rivalidad de un hombre con su prójimo” (Eclesiastés 4,4). De ahí que a este impulso se lo llame “la levadura en la masa”, en tanto es el fermento que Dios coloca en el alma humana y sin el cual la masa humana no levaría. De modo que la calidad de un ser humano necesariamente depende de la cantidad de “levadura” que hay en él; “quien es más grande que otro, posee un impulso más grande que el del otro’. El alto valor del “impulso malo” encuentra su mejor expresión en una interpretación del versículo 31 de Génesis 1, en el que Dios, al atardecer del día en el que creó al hombre, mira todo lo creado por él y lo halla “muy bueno”: ese “muy bueno” se aplica al impulso malo, mientras que al impulso bueno solo le corresponde el predicado “bueno”; de los dos, el fundamental es el malo. Pero que se lo llame malo deriva de que el hombre lo ha hecho malo. Tal como se dice en el midrash, cuando Dios le exige a Caín que rinda cuentas de sus actos, Caín le responde que ha sido el mismo Dios quien le implantó el mal impulso; la respuesta, sin embargo, sería incorrecta, porque es solo por la acción del hombre que el impulso se hace malo. Y se hace malo y lo seguirá siendo porque el hombre lo separa de su impulso asociado y lo idolatra justamente en esa situación de independencia, siendo en principio ese impulso algo destinado a servirlo. La tarea del hombre no es, por lo tanto, exterminar el impulso malo, sino reunirlo con el bueno. David, que no se atrevió a enfrentarlo y lo “mató” en su propia persona, según se lee en uno de sus Salmos (“Perforado está mi corazón en mi interior”, Salmo 109,22), no cumplió esa tarea, pero sí Abraham, cuyo pleno corazón fue hallado fiel ante Dios, quien hizo un pacto con él (Nehemías 9,8). Se manda al hombre (Deuteronomio 6,5): “Ama a JHWH, tu Dios, con todo tu corazón” y eso equivale a decir “con tus dos impulsos reunidos”. Hay que incluir el impulso malo en el amor a Dios: así y solo así será ese amor perfecto y así y solo así será ese impulso como se lo creó: “muy bueno”. Para alcanzar esa meta, no obstante, hay que empezar por poner ambos impulsos al servicio de Dios, así como el campesino que tiene que labrar un nuevo terreno y posee dos bueyes, uno que ya ha arado y otro que aún no, unce los dos bajo el mismo yugo. ¿Y cómo dominar al impulso malo, de modo que se pueda actuar así con él? Pues bien, este es como un metal en bruto al que se debe pasar por el fuego para moldearlo: que se lo sumerja por completo en el gran fuego de la Torá. Y tampoco eso puede hacer el ser humano por sí solo, debemos rezar a Dios para que nos ayude a hacer su voluntad con todo nuestro corazón. Por eso, el salmista pide: “que sea uno mi corazón, para que tema tu nombre” (86,11). Pues el temor es la puerta al amor. No se puede entender esa significativa doctrina si, como usualmente se hace, se conciben el bien y el mal como fuerzas o direcciones diametralmente opuestas. El sentido del bien y del mal recién se nos revela cuando los entendemos en su disparidad esencial: el “impulso malo” en tanto pasión humana – o sea, un poder propio del ser humano – sin la cual no podemos engendrar ni criar hijos pero que librada a su antojo, carece de dirección y no lleva a ninguna parte; y el “impulso bueno” en tanto dirección pura, es decir, la dirección incondicionada, o hacia Dios. Unificar los dos impulsos equivale a darle a la potencia sin rumbo de la pasión la dirección que la capacita para el gran amor y el gran servicio. Sólo de esta forma puede el ser humano hacerse íntegro.”
* Extracto de “Imágenes del bien y del mal”, de Martín Buber – Ed. LILMOD, Bs. As., 2006.
1.Investigación o reflexiones sobre la divinidad.