Jerusalén: La casa del tiempo

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Por Santiago Kovadloff

De los sitios que conozco, ninguno concentra, como Jerusalén, tanto tiempo en tan poco espacio. La historia, allí, en vez de expandirse, se comprime. No busca nuevos escenarios sino los viejos ámbitos de siempre; y una y otra vez los rebautiza hasta que cada piedra, cada tramo de su suelo arcaico, se convierte en encarnación de símbolos sucesivos y paradojalmente simultáneos. De hecho, el abigarramiento escenográfico permite asistir, en Jerusalén, a una especie de vertiginoso devenir. Momentos cronológicamente distantes e incluso culturalmente antagónicos, se ofrecen al unísono al espectador, desbaratando esa ilusión procesal que suele tenerse de la historia. En Jerusalén pareciera mejor expuesta que en otras partes una de las tragedias centrales de nuestra especie: la disputa incansable de la Tierra. Venerada y transgredida; sacralizada y menoscabada como ninguna, Jerusalén se ha convertido en un espejo prototípico: en él puede el hombre contemplar tanto la expresión que a su rostro le infunde el afán de trascendencia y fraternidad como el rictus brutal que le imprime su condición de incansable profanador del espíritu convivencial. Quien tenga dudas sobre el extraño carácter de esta ciudad de tiempos simultáneos, que la coteje con Tel Aviv. Tel Aviv, con todo su encanto marítimo y su desbordante vida intelectual, no es más que una ciudad de nuestro siglo. Su temperamento urbano no revela el influjo antiquísimo del pueblo que la habita. Pareciera, más bien, urgida por la necesidad de rehuir de tanta antigüedad; como si sus más íntimos afanes estuvieran orientados a alcanzar el cosmopolitismo que hoy iguala, en una misma atonía, a tantas capitales del mundo. Es que Tel Aviv, en suma, es una ciudad secular. Y ello en un doble sentido: tanto por no ser religiosa como por estar francamente sometida a los imperativos de la época que le dio vida. Tel Aviv, no rebasa ese tiempo hacia atrás, hacia una retaguardia siempre ensanchable, ni traduce tampoco, como Nueva York, la pasión por el futuro: hay en ella una sed de presentismo en la que pareciera agotarse. Tan lejos de una como de otra, Jerusalén es pasión por la eternidad. Pero por la eternidad entendida no como instancia de lo acabado e inmóvil sino como dinámica confluencia y reflujo de todos los tiempos; remolino de los siglos en cuyo jadeo interminable es posible adivinar la idiosincrasia del hombre; de su terca igualdad a través del cambio. Ciudad arquetípica, lo es, ante todo, no porque en ella quepan –acaso como en ninguna- los signos esenciales de la riqueza moral, sino por la simultánea y crucial revelación de que allí se han acumulado algunas de las pruebas más rotundas de la miseria humana. Tal vez a ello se deba esa delicada ironía de la que pareciera dar muestras Jerusalén cuando derrama, ante nuestros ojos, el caudal de sucesos históricos que se aglomeran poco menos que en cada una de sus calles. A una pequeña columna romana, donde un general del imperio dejó estampado su júbilo tras conquistar, de una vez por todas, la Ciudad para el César, sigue –unos metros más allá- la placa labrada por un rey cristiano en la que celebra haber doblegado a los infieles y devuelto la plaza para siempre a la fe de su Señor. Algo más adelante, le toca el turno a la jactancia turca: la Ciudad, se lee esta vez, ha sido liberada para Alá, por los siglos de los siglos. Y no falta, finalmente, la orgullosa palabra hebrea en la que los israelíes dejan constancia de la definitiva reconquista judía de Jerusalén…

Estos indicios del carácter transitivo y transitorio del poder son conmovedores y escalofriantes. Jerusalén parece burlarse de aquellos que aspiran a convertirse en sus poseedores perpetuos. Todos caben en ella y nadie, pareciera, puede habilitarla si aspira a hacerlo en desmedro constante de los demás. No deja, por eso, de resultar alentador que Israel, que ha puesto tanto empeño como cualquier otro de los antiguos amos de la Ciudad en mantenerla bajo tutela exclusiva, haya sido, sin embargo, la primera en eliminar una tradición varias veces milenaria: la que consistió en sepultar toda huella del conquistador precedente. Las excavaciones realizadas por los israelíes en la Ciudad Vieja prueban que, al menos en un sentido, hay cierto espíritu conciliador en el siglo XX. Y ese sentido es el de la valoración de lo histórico. Quizá no tengamos mayor predisposición para aprender las lecciones de la historia. Pero nos encanta contemplar y exhibir las huellas de su paso. Esta centuria demostró, al igual que tantas, que las disputas por Jerusalén son perpetuas como ella misma. Pero, además, tuvo la originalidad de ser el momento en el cual se iniciaron las tareas sistemáticas por el desocultamiento de los restos de las culturas que dominaron la Ciudad en diferentes épocas. La idea del poder se ha redefinido: ya no es imprescindible borrar los vestigios de la presencia del otro para que conste que es uno el que ha vencido. Y así, el circuito de sucesivos triunfadores y derrotados expone, bajo el sol infatigable de Jerusalén, los símbolos que hilvanan su diáfana secuencia en el tiempo: a los muros alzados por el rey David siguen los muros que levantó Babilonia; a los de Babilonia, los de Herodes y a los de Herodes, los de Roma; sobre los muros romanos, los de Bizancio; y después de Bizancio, las murallas de los cruzados; sobre éstas, las árabes, y sobre las árabes, las turcas; y sobre la piedra turca, la inglesa, y sobre la piedra inglesa, la judía otra vez. Pero Jerusalén, tan hostil a la jactancia humana, es también una ciudad hecha a la medida del hombre. Y lo digo teniendo en cuenta, sobre todo, la vida que se ha desarrollado extra muros. Hay, según dicen, algunas ciudades así en el mundo. Lisboa, seguramente, está entre ellas. Las distingue una aptitud sobresaliente. Son ciudades que devuelven al cuerpo su potencialidad perceptiva. Reavivan el sentido de la proporción entre el hombre y el medio. Son ciudades virtuosas. Equivocaríamos su definición si las llamáramos pequeñas. Sus dimensiones son hijas de un propósito de mesura consciente; de una intención franca de equilibrio y correspondencia. Son lo que han querido ser. Nunca el saldo de un deseo de avanzar que se vio frustrado por la adversidad. En ellas, y entre ellas más que ninguna Jerusalén, se han descartado los espejismos del progreso. Esencialmente, esa idea enfermiza y tan en boga que incita a expandirse a lo ancho y a lo largo y al precio que fuere. Por todo esto y por último, cabe reconocer en Jerusalén más, mucho más que una reliquia. Porque la vida del pasado, en sus calles, no se nos impone primordialmente, como materia de evocación sino como una práctica palpable e inmediata de verdades que no han sufrido claudicación. ¿Cómo decirlo? No es lo ya ido sino lo constante, lo infatigablemente activo lo que allí respira y se despliega en el ejercicio cotidiano. Es el perpetuo conflicto entre deseo y realidad adueñándose minuto a minuto de la vida diaria a través de la prodigiosa diversidad de sus manifestaciones. No es, pues, a un ayer a lo que fundamentalmente se accede desde la orilla del presente. Es a una constante insobornable, raíz y alimento de ese mismo presente; luminosa evidencia ante la que desfilan los hombres llegados desde tiempos sucesivos para rendirse ante el espectáculo abrasador de la eternidad, que es también el de la inconcebible armonía y el de la insondable hondura del misterio de nuestro destino. Pasan uno tras otro los observadores; se pierden disueltos en el oleaje sin pausa del tiempo. Pero lo observado subsiste, incólume y vigente, para que cada generación aprenda a mirar en Jerusalén el semblante más íntimo del hombre: el de su irreductible y ardua contradicción. La que nace del choque entre lo alto que aspiramos a llegar y lo bajo que solemos caer.

Publicado en la Revista Controversia de ideas sionistas, OSA, junio de 1986.

Fuente: bama.org

Mica Hersztenkraut es la Directora de Comunicaciones de Hebraica.

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