Por George Steiner*
La intuición me dice que para los hombres y mujeres judíos, en quienes el simple término “judío” está erizado por resistentes complicaciones, esta autoindagación e interrogatorio de uno mismo se tornan incisivos de una manera específica. Sólo al Dios de Moisés le es dado certificar fuera de toda duda “Yo soy el que soy” (la traducción titubea). Las relaciones de un judío con su identidad pueden ser tan opacas, tan tensas y tan repletas de ambigüedades históricas, sociales y psicológicas que definen, si se permite que la definición incluya lo indecible, la condición misma de la judaicidad. Dar nombre, garantizando así una sustancia real y una presencia real, es uno de los iniciales dones de Dios a Adán:” Y tal como Adán llamó a cada criatura viva, ese fue su nombre en adelante”. Un fantástico poder de imponer funciones de verdad. La caída del hombre en la ciénaga y la licencia de lo indefinido, en los vacíos – que a menudo son un abismo – entre palabra y objeto, entre nombre y esencia, es el primer exilio. En mayor o menor medida, todos los seres humanos comparten ese ostracismo y numerosas mitologías lo reflejan. El pecado original está grabado a buril en la gramática. Sin embargo, en la experiencia del judío este exilio asume un papel determinante. Para un judío, la conciencia de sí mismo, un acto equilibrador difícil de realizar o mantener, comporta el destierro o, mejor dicho, un esfuerzo, con frecuencia desesperado por hallar alguna manera de regresar a su hogar. Adorno expuso una máxima profundamente judía según la cual ningún hombre ni mujer que se encuentre como en su casa está en su casa. A lo cual, un incesante movimiento pendular, replica en el segundo libro de Samuel, 14: “Ni Dios quita la vida, sino que provee medios para no alejar de sí a su desterrado”. Su desterrado: un orgulloso matiz. La distinción exacta entre “destierro” y “expulsión” caracteriza el espacio en el que transcurre la historia judía. Si el Dios de Israel está, según la exultante definición, en todas partes, no es posible ninguna expulsión ontológica de su presencia. Pero dentro de esta ubicuidad puede haber destierro. De uno mismo, antes que nada. Tal vez más que ningún otro tipo étnico, social o incluso mitológico, el judío puede ser un extraño para sí mismo. Su célebre errar es la representación alegórico-empírica de una búsqueda, de una incesante peregrinación hacia dentro. Es ajeno a sí mismo antes de serlo a los demás. Estos, a su vez, rehúyen semejante carencia de hogar, que tiene un aura extraña y enervadora. Conscientemente o no, el judío, en su vena más profunda, es inquieto. ¿En qué otra fe, en qué otro canon, podríamos encontrar el mandato “No ames el sueño” (Proverbios 20, 13)? Una orden cuya enormidad, cuya singularidad no hay que tomar a la ligera. Freud despojará de su inocencia a lo que quede del sueño. También él, como los videntes judíos antes que él, era un “vigilante en la noche”.
…La adicción a la textualidad ha caracterizado y sigue caracterizando la práctica y el sentimiento judíos. La tableta, el rollo, el manuscrito y la página impresa han devenido la patria, la fiesta movible del judaísmo. Expulsado de su tierra natal de la oralidad, del santuario de la alocución directa, el judío ha hecho de la palabra escrita su pasaporte durante siglos de desplazamiento y exilio. Le ha servido de refugio y de morada indestructible. De ahí el mandato establecido por ciertos rabinos, según el cual la lectura diaria de la Torá es de mayor importancia que el amor a Dios, ya que abarca ese amor. Además, suscribe – un término revelador – la sobrevivencia real de los judíos. De forma clandestina, las clases de Torá continuaron hasta el momento mismo de la extinción en los campos de exterminio. Por necesidad, esta inmersión en la escritura engendra infinitos comentarios, y comentarios de comentarios, como si los márgenes y pies de página fueran el mundo. Los Padres de la Iglesia y los escolásticos imitarán esta cadena de montaje de dilucidación secundaria. Pero ni el cristianismo ni el islam igualan la densidad, las torsiones y las ingeniosidades de filigrana que hay en la exégesis talmúdica y en la hermenéutica terciaria que engendra el Talmud. Como dice el Qoelet, en el judaísmo nunca se acaba de hacer libros, y libros sobre libros. O como me dijo el ilustrado político Richard Crossman al término de un debate: “Un judío es alguien que lee con un lápiz en la mano porque se propone escribir otro libro mejor”. Aún más que el “sufrimiento”, la textualidad y lo libresco han sido “la insignia de la tribu”.
…tengo la profunda convicción de que para el judío fuera de Israel, para una determinada proporción de judíos fuera de Israel, la sobrevivencia significa una misión. En puntos clave de la ley mosaica y de la exegesis talmúdica se ordena al judío que dé la bienvenida al extraño. Nunca debe olvidar que él también fue un extraño, un forastero en el reino de Egipto. Que él también careció de hogar y fue un refugiado en una tierra hostil. Estoy convencido de que el judío de la Diáspora debe sobrevivir para ser un invitado entre los hombres. Todos nosotros somos invitados de la vida, somos arrojados a la vida independientemente de si lo deseamos o lo entendemos. Ahora nos estamos dando cuenta, penosamente, de que somos los invitados de un planeta que está siendo destruido. A menos que aprendamos a ser invitados los unos de los otros, la humanidad se deslizará a la destrucción mutua y al odio perpetuo. Un invitado acepta las leyes y costumbres de sus anfitriones, pero puede que trabaje por enmendarlas. Aprende la lengua de sus anfitriones, pero puede que intente hablarla mejor. Por encima de todo, si se traslada allí, ya sea libremente ya sea de manera forzada, tratará de dejar la morada de su anfitrión más limpia, más hermosa de como la encontró. Se esforzará (el conatus de Spinoza) por, aumentar en algo el valor – intelectual, ideológico, material – de lo que encontró cuando vino a llamar a la puerta.
El arte de ser un invitado es, a menudo, casi imposible de cultivar. Los prejuicios, la envidia, los atavismos territoriales por parte del anfitrión plantean una constante amenaza. Por calurosa que sea la acogida inicial, el judío hace bien en tener, discretamente, el equipaje hecho. Si se ve obligado a reemprender su peregrinación, no considerará esta experiencia como un lamentable escarmiento. Es también una oportunidad. No hay lengua que no valga la pena aprender. No hay nación o sociedad que no valga la pena explorar. No hay ciudad que no valga la pena abandonar si sucumbe a la injusticia. Somos cómplices de lo que nos deja indiferentes. La contraseña del judaísmo es Éxodo, el acicate de los nuevos comienzos, de la estrella matutina. Hitler hablaba con sorna de los Luftmenschen, describía al judío como un “ser de aire” carente de hogar. Pero el aire puede ser un ámbito de libertad y luz…
Me doy cuenta perfectamente de que un Estado peregrino no es para todo el mundo. Que los riesgos que corre son extremos. La Shoá es quizá una mofa de lo que pienso. Sin embargo, lo repito: sobrevivamos, si es que lo hacemos, como invitados entre los hombres, como invitados de la propia existencia. En su mesa de fiesta, la familia judía siempre guarda un sitio vacío para el extraño que tal vez llame a su puerta. Puede ser un mendigo o un oculto mensajero de Dios. Nunca debe ser rechazado. Ser un anfitrión es ser también un invitado. Este es el propósito definidor, la justificación de la Diáspora.
Esperaba conciliar estos argumentos en una obra a gran escala. Me faltaba la claridad de visión necesaria para hacerlo.
*Fragmentos del libro: “Los libros que nunca he escrito” de George Steiner (FCE – Siruela, 2008)