Por Pinie Wald
Dedicado a la memoria de los caídos
1919
La marcha de las revoluciones en el continente europeo, con la “Maximalista” Revolución Rusa al frente, tuvo su resonancia también aquí, en la Argentina. El movimiento obrero revivió al son de la victoria revolucionaria. Hasta los parias más abatidos se reanimaron, declaraban huelgas y obtenían victorias. De un día para el otro y día a día seguía creciendo el coraje y el buen ánimo, se expandía el entusiasmo.
La burguesía estaba aterrorizada; pensaba que también su fin se acercaba. Un espectro rojo se había plantado frente a sus ojos. Por doquier veía una conjura maximalista. Estaba segura de que en algún oculto escondite se encontraba el dictador maximalista con el cabello desgreñado, completando el plan de la rebelión…
***
La policía recibió armamento especial. Cada vez crecía más el número de policías montados a caballo y armados con rifles. Los soldados fueron acuartelados en sus barracas, como si se les preparara para un combate.
Siete de enero
El escuadrón ha abierto fuego contra los huelguistas de la fábrica metalúrgica Vassena. Los adoquines del empedrado han sido rociados con sangre humana. El número de muertos y heridos es indefinido. Las calles se encuentran rodeadas por un cordón armado. No se puede llegar al lugar de la matanza, pero desde los caídos se eleva y extiende un estado de ánimo, en el que se entremezclan y confunden la tristeza con el pánico, la venganza y la lucha. Este espíritu de lucha se expande, golpea en cada vivienda, en cada corazón; se convierte en efervescencia, en un elemento de la naturaleza.
Ocho de enero
La ciudad permanece silenciosa. Las fábricas cerradas. Los negocios, bajo llave, se encuentran cerrados y con sus persianas de metal bajas. Los carros pesados, como también las carretas livianas y los automóviles, deben de haberse escondido en alguna parte. Los tranvías corren de regreso a sus estaciones. En algunos lugares se puede oír un estrépito: viene de vitrinas despedazadas que se han hecho añicos, porque generaban envidia y exacerbaban a la turba, primitiva como los elementos. He aquí y también más allá que se encuentra, dado vuelta, un tranvía con los vidrios rotos y las vigas partidas; en diversos lugares arden automóviles pertenecientes a personas que – al parecer – intentaron atravesar las densas y enredadas filas de esta fuerza primitiva; por aquí y por allá pasa como flotando una improvisada manifestación callejera con pañuelos rojos atados a bastones de mano o a ramitas recién arrancadas de los árboles callejeros. Flotan en el aire estrofas aisladas de cantos revolucionarios, de lemas gritados a viva voz.
(…)
Nueve de enero
Es muy temprano. El sol salió reluciente e incendió el día veraniego. Oleadas de gente fluyen desde los edificios hacia la calle. No se dirigen hacia sus lugares de trabajo, Dios libre y guarde, sino que intentan enterarse de lo que está ocurriendo. Uno no puede quedarse tranquilo en su hogar. Los diarios no han aparecido. Esto hace que la situación se torne más misteriosa aún, más acorde con el estado de ánimo. Por las calles fluyen de boca en boca diversos rumores, alegres y terribles. No se ve ningún policía. Como si todos hubiesen desaparecido.
-¿Qué hay? ¿Qué será?
Las preguntas quedan suspendidas sobre los rostros. Llega a difundirse un comunicado del Partido Socialista, que ordena proceder de acuerdo con las disposiciones de la F.O.R.A. (1) El estado de ánimo se torna más serio aún.
Al mediodía aparecen las dotaciones de soldados. El armamento, completo. Se detienen en las calles. Colocan sus fusiles de tal manera que forman pequeñas pirámides. No obstante, los soldados, ni tampoco sus oficiales, no parecen expresar algo malo. Sus rostros tienen un aspecto alegre. Una masa de civil rodea a los soldados y conversa alegremente con ellos, la atmósfera se parece más a la de un desfile que a los preparativos para una batalla.
El liderazgo del Avangard (2) se encuentra – por razones de cautela – en un patio particular del Bermejo. Desde aquel lugar salen turnándose compañeros, con el fin de recolectar novedades de toda la ciudad. De esta manera, se sigue manteniendo el contacto con el Comité Central del Partido Socialista y con el Comité Central de la FORA. Por la tarde, la situación ha ido volviéndose más peligrosa cada minuto. Los compañeros enviados a la calle traen la noticia de que el general Dellepiane fue llamado, urgentemente, para que asuma el mando militar de Defensa; y que todo el ejército de Campo de Mayo ya se encuentra en la ciudad y se lo ha situado de manera tal que cada compañía ocupa un punto estratégico distinto. Los soldados están con armamento de guerra, los escuadrones de caballería se distribuyen en las calles y dispersan a todo el mundo para que se vaya a sus hogares.
(…) Me dirigí al Comité de la FORA. El camino resultó zigzagueante, pletórico de penas y curiosidades. Me seguía arrastrando la corriente humana que corría a mi encuentro, hostigada por los escuadrones de caballería.
En la FORA había muy pocas novedades. Los acontecimientos se habían adelantado a lo previsto por el liderazgo. Del interior del país no había llegado noticia alguna. Las comunicaciones estaban, al parecer, cortadas. Tampoco había noticias de la ciudad misma. El comité iba a celebrar una sesión, con el fin de tomar decisiones.
El camino de regreso fue más penoso aún. Me hizo acordar a una ruta entre las llamas y la muerte durante un día de lucha sobre barricadas en la ciudad polaca de Lodz, durante el mes de junio de 1905. Pero aquí no se perseguía tan sólo, sino que se atacaba a los manifestantes a balazos, se disparaba contra ellos. Las corridas de la gente llena de pánico, el galopar de la caballería, los gritos salvajes de los atacantes y los lamentos de dolor de los atacados, heridos y sangrantes, se habían confundido en una sola pesadilla de horror.
Más salvajes aún resultaron ser las manifestaciones de los “niños bien” traídos por la tormenta. Bajo los gritos de “¡Muerte a los Judíos!” “¡Muerte a los extranjeros maximalistas!” celebraban orgías y actuaban de una manera refinada, sádica torturando a los transeúntes.
(…) No sé gracias a qué milagro, pero logré llegar sano y salvo a la casa de la calle Bermejo. El portón de la misma estaba cerrado. Por mi mente pasó, como un relámpago, una idea:
-¿Quién sabe qué pudo haber pasado aquí…? Me decidí y golpeé la puerta. Alguien la abrió con gran cautela y entonces pude ver el rostro de un compañero, blanco como la cal y muy demacrado… Habían pasado apenas unas pocas horas y ¡qué cambiado estaba…! Me arrastró rápidamente hacia adentro y me abrazó:
-¡Vives!
Los compañeros que encontré allí formaban un pequeño grupúsculo y estaban estremecidos y muy serios. Guardaban silencio. Los vecinos del edificio sufrían un pánico mortal, deambulaban retorciéndose las manos de desesperación, temiendo que, por nuestra culpa, también ellos perezcan. El eco de los tiroteos de la calle, entremezclados con gritos salvajes y exclamaciones de dolor, llegaba hasta el interior del edificio, cada vez más denso, ininterrumpible. De pronto, oímos el rumor de una manifestación y nuevamente ocurrió un milagro: pasó de largo, sin molestar a la gente de “nuestro” edificio.
En la sede del Avangard, que se encontraba en la calle Ecuador, entre Valentín Gómez y Sarmiento, había un estandarte del Avangard y también una bandera del grupo socialista ruso con la hoz y el martillo unidos.
Allí, además, se encontraban los archivos y documentos históricos del movimiento obrero judío local y otros objetos que merecían ser preservados. A mí no me cabía ninguna duda de que la sede sería sometida a un pogrom. ¿Acaso no había ocurrido esto en circunstancias mucho menos peligrosas? ¡Acaso no se había sometido a un pogrom a la “Biblioteca Rusa” en mayo de 1912?
Diez de enero
Apenas pude sobrevivir a esa noche de pesadillas. Por la mañana decidí salir a la calle. Me acompañaba la señora Weinstein.
El día – una jornada de verano – respiraba exhalando el olor a pólvora y sangre. Las calles estaban mudas. Reinaba el silencio, que interrumpían tan sólo los galopes de las caballerías con sus largas lanzas y la policía montada. Se podía oír, asimismo, el sonido de la campanilla de “los socorros rápidos”. De vez en cuando se incrustaba en ese silencio también un tiroteo, cuyo eco llegaba desde la lejanía, causándonos la impresión de que se estaban disparando las últimas balas que quedaban de la batalla nocturna.
El empedrado de la calle Corrientes estaba destrozado, lleno de pozos, con leños de madera y montículos de basura dispersos a lo ancho de la calle. Había pocos transeúntes y sus pasos resonaban como chumbos. Nos dirigimos al Avangard, en la calle Ecuador.
En la calle, cerca de las ventanas, todavía estaba el montón de ceniza negra, restos de los objetos y enseres quemados. Entramos en la casa, al local de la organización. No quedaban allí otra cosa que las paredes desnudas. En un lugar alejado, en el patio, permanecía sentada la dueña, sus hijas y, junto a ellas, Maschevitch. Nos acercamos y escuchamos lo que estaba contando la dueña, con lágrimas en los ojos:
-Pensé que me estaba volviendo loca. De pronto, estalló la puerta e irrumpieron hombres de la “Guardia Blanca”; amenazaban con matarnos. La hija del ama de casa se desmayó. Me envolvió una oscuridad y, cuando volví en mí, todo el local ya estaba roto, hecho pedazos, quemado. Cuando la “guardia” se fue llevó consigo dos banderas rojas.
Nos despedimos del ama de casa, que tanto sufrió, y preguntamos a Maschevitch si pensaba quedarse allí. Le dimos a entender que ese ya no era un lugar seguro y nos fuimos. Maschevitch se quedó unos minutos más. Nos parecía que, por razones de seguridad, sería mejor no irnos todos juntos.
Al salir, no nos pareció advertir la presencia de nadie. Íbamos hacia Corrientes, puesto que nuestra intención era dirigirnos hacia Bermejo para enterarnos de lo que había pasado allí, pero de pronto oímos la orden:
-¡Caminen derecho!
Era un oficial del ejército, que avanzaba desde atrás y estaba a dos pasos de nosotros. Su largo sable golpeaba con su punta las piedras de la vereda. Estábamos bajo arresto.
En Corrientes y Pueyrredón se encontraba apostada una numerosa patrulla de infantería. Al frente estaba un oficial, con un grupo, de “guardias blancos”. Nos entregaron, precisamente, a este oficial, quien – durante unos minutos – dialogó cuchicheando con el otro.
De pronto introdujo su mano en mi bolsillo y sacó mis carnets de Di Presse y de la revista Avangard, como así también mi libreta de ciudadano argentino.
-¡Son documentos importantes…! Dijo. Llamó a tres soldados, le dio al mayor de ellos los documentos, algo le dijo en voz baja y fuimos llevados a la comisaría séptima.
(1)Federación Obrera de la República Argentina.
(2)Publicación en idioma idish, fundada por los “bundistas” – que representan al proletario judíos – y mediante la cual ingresaron al Partido Socialista argentino como fracción socialista judía, con cierta autonomía.
Extraído de Crónicas judeoargentinas/1: Los pioneros en idish 1890/1944 (Editorial Milá, 1987)
Pinie Wald nació en Polonia en 1886 en el seno de una humilde familia de trabajadores. En 1906 llegó a la Argentina. Fue uno de los iniciadores del movimiento cultural idishista y creador, en 1907, de la organización de trabajadores socialdemócrata judía Avangard (Vanguardia). Fue también uno de los creadores de la red escolar judía laica en la Argentina. Tuvo una vasta labor literaria y periodística en idish en revistas y diarios de Buenos Aires y Nueva York. Durante la “Semana Trágica” fue acusado, detendio y torturado por las milicias antisemitas de pretender instaurar un “Soviet” en la Argentina. “Pesadilla”, Kroschmar su título original y traducido al español por Simja Sneh, constituye un impresionante documento testimonial. Falleció en Buenos Aires en 1966.