El libro de los márgenes

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De Edmond Jabés

(Fragmento)

A la pregunta: “Se considera usted un escritor judío?” siempre he respondido: “Soy escritor y judío”; respuesta, a priori, desconcertante que refleja mi gran preocupación por no reducir uno y otro a lo que podría decir al respecto al confundirlos.

Y, no obstante, fue afirmándome como escritor como sentí que yo ya era judío. En el sentido de que la historia del escritor y la del judío no son más que la historia del libro que reivindican.

Son mis interrogantes de escritor los que me han permitido abordar, en toda su seriedad, la cuestión judía; como si el devenir judío, en un momento dado, no fuera más que un devenir-escritura.

La relación del judío – talmudista, cabalista – con el libro es, en todo su fervor, idéntica a la que mantiene el escritor con su texto. Tanto el uno como el otro tienen igual sed de aprender, de conocer, de descifrar su destino grabado en cada letra de la que Dios se ha retirado. ¡Y qué importa si su verdad difiere! Es verdad de su ser. Es verdad de su lengua. Palabra de dos libros en uno; porque el escritor judío no es forzosamente aquel que privilegia en sus escritos la palabra “judío”, sino aquel para el que la palabra “judío” reside en todas las palabras del vocabulario; palabra todavía más ausente por ser, por sí sola, cada una de ellas.

La palabra “judío” nace y muere con cada judío; palabra de inmemorial herida por cada instante asumida.

Seis millones de cuerpos calcinados parten en dos nuestro siglo con la horrible imagen que perpetúan.

¿Quién podría medir el alcance de un sufrimiento que se ha olvidado hasta de su origen para sólo acordarse de su inocencia?

Un tema judío, no, no basta para hacer un libro judío. El relato judío no está tanto en la anécdota, en la confesión, en la pintura de un ambiente, como en la escritura. No contamos Auschwitz. Cada palabra nos lo cuenta.

Hay una escritura judía, perturbadora, por haber sabido, en todo tiempo, preservarse. Escritura en la escritura donde mora.

Se reconoce por su empeño en volver a las fuentes, por su continuo cuestionarse, por su terco afán en amasar lo indecible; palabra de un vertiginoso discurso que apunta hacia un futuro cuya fragilidad conoce de antemano. Palabra de inquietud, inquietante pero fraterna, al límite de toda prueba, al límite de su decir.

Sujeto al texto, enfrentado a su propia verdad, el judío vive, a través de cada vocablo, en su puntual repetición, la esperanza y el desamparo de una misma palabra, de la que ha hecho su nombre.

La palabra judía es palabra de abismo sobre la que se abre el libro.

Se da en el judío y en el escritor un perpetuo empezar – que no es un volver a empezar -, un mismo asombro ante lo escrito, una misma fe en lo que queda aún por leer, por decir. Dios es Su palabra y esa palabra viva se reescribe eternamente. El judío creyente solo puede acercarse a Dios pasando por el Libro, pero el comentario del Texto original no es comentario de la Palabra divina. Es el de la palabra del hombre deslumbrado por ella, como la mariposa por la llama nocturna. El comentario del deslumbramiento de la mariposa y no el de la luz cegadora.

El destino del insecto y del libro es perecer quemados: pero no mueren del mismo modo ni en el mismo lapso de tiempo. Los acercamientos al texto son múltiples, y, a menudo, enigmáticos. Los caminos del libro son caminos de instinto, de escucha, de espera, de reservas, de audacia, surcados por el vocablo, mantenidos por la pregunta. Caminos de abertura.

¿Podría una verdad que no fuera vivida, cada vez, como verdad nueva darse como verdad única? Dios ocupa la eternidad; el hombre, una vida continuamente consagrada a una muerta a la que el pensamiento toma el pulso. Palabra inmortal que se opone a palabra de toda finitud. Y el libro da testimonio de este conflicto al que ninguna página podría dar solución. Y no obstante, Dios tan sólo reside en la palabra del hombre, palabra que inspira y destruye. Tormento común.

¿Será atea la palabra religiosa más auténtica? Sólo en la distancia se habla realmente. No existe palabra que no esté separada. Y esta separación es la insoportable ausencia con la que toda palabra tropieza, como todo nombre atribuido con la impronunciabilidad del Nombre divino.

Y, sin embargo, separadas para ser al fin reconocidas – ¿no es acaso necesario un blanco entre los vocablos para hacerlos para hacerlos legibles, una fracción de silencio entre las palabras para volverlas audibles? -, a las palabras, entre ellas, no las une otro lazo que no sea esa ausencia.

He intentado, en mis obras, dar forma al movimiento al que obedece la palabra y que se extiende desde el silencio anterior que ella rompe hasta el silencio que ella inaugura al callarse. Infinito del libro.

A menudo se ha dicho, de la que tengo muchos reparos en llamar mi obra, que era subversiva. Si a alguien ha podido parecérselo, es simplemente porque, dividido sin tregua por mil incertidumbres, en mi constante afán por vencerlas, no he dudado en exhibir sin pudor alguno mis contradicciones.

La contradicción indispone, irrita incluso, porque mina el juicio.

Una vez fuera de nuestros labios, la palabra conoce el exilio. Identificarse con ella es abrazar su porvenir.

¿A qué se debe que el grito del recién nacido una vez expulsado del vientre materno sea un grito de dolor? Sin duda, al imponerse, en su lenguaje, como un grito de vida, es ya un grito de exiliado.

Somos por siempre, a través de nuestras palabras, ese llanto de niño en busca de una cara conocida, del calor de un pecho, de un amor.

Como la estrella en la noche, el vocablo se encuentra exiliado en el seno de la página blanca. De este exilio se hace eco el de todas las palabras.

Sólo se interroga al exilio – a la ausencia -. No se escribe más que de él.

Si la respuesta funda su lugar, la pregunta hace, de este lugar, su universo. No hay lugar para la pregunta que no sea pregunta de lugar. La respuesta es el sueño, la muerte; la pregunta es el despertar. Al privilegiar ésta, he preservado, no sin dificultad, la abertura. Para mí, nunca ha habido lugar que no fuera apertura de lugar.

Así he vivido el libro.

He pretendido llevar hasta mis límites, que son, para mí, fronteras de lo decible, la progresiva reapropiación del judío que yo era y del libro que viaja conmigo. ¿Pero de qué judío se trata? ¿y de qué libro? Puede que ni de uno ni de otro, pero sí de la fidelidad a una palabra llegada del desierto y que el judío ha ahecho suya por ser palabra que emerge de todas las palabras pulverizadas, u a un libro absoluto, mítico, que cada libro intenta en vano reproducir.

La relación con la judeidad, con la escritura, es relación con lo extraño – en su sentido primitivo y en el sentido que ha ido cobrando después. Puede hacer de nosotros, en la plenitud de nuestra incondición, el extranjero del extranjero.

Tal vez la identidad sea una trampa. Somos lo que llegamos a ser.

Ser judío y escritor sería, entonces, asumir simultáneamente, en su plenitud insalvable, un más allá judío y el más allá de un libro.

De la desmesura de toda relación con lo absoluto, dar, a cada paso, su secreta medida, ésa sería su temeraria apuesta.

La imposibilidad sería, a corto plazo, el fracaso de la superación.

Rechazar este fracaso es, tal vez, transformar esta imposibilidad en un aventurado posible.

Aquí reside nuestra libertad.

 

Extraído de Edmond Jabés: El libro de los márgenes II (Arena Libros, 2005)

 

Mica Hersztenkraut

Autor

Mica Hersztenkraut maneja todas las comunicaciones de Hebraica.

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