Tengo pesadillas

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Por Rab. Marshall Meyer

¿Cómo me atrevo a quejarme de mis pesadillas? ¿Por qué no rebosa mi corazón de gratitud? Al fin de cuentas, ninguno de mis hijos desapareció. Mi mujer no desapareció. Yo no desaparecí. Sufro de insomnio, pero he sido insomne desde mi adolescencia; es un bajo precio por haber vivido en la Argentina durante veinticinco años (1959-1984) y haber participado activamente en el Movimiento por los Derechos Humanos durante quince abrumadores años. Ese cuarto de siglo vio a catorce presidentes de la República, de los cuales sólo tres fueron elegidos por el pueblo, dos fueron elegidos en el marco de la proscripción del Partido Peronista, y ocho representaron a juntas militares responsables de un nada gradual atropello a los derechos humanos y civiles, hasta el absoluto nadir entre 1976-1983.

¿Y qué de todos esos miles que sufren de pesadillas diurnas además de las nocturnas? No pueden manejar sus autos o viajar en ómnibus o comer o ir al cine sin sentirse asediados por la voz fantasmal de un ser querido que nunca volverán a oír. No pueden mirarse en el espejo sin saber que nunca más se sentirán bañados en el amor emanado de ciertos ojos que nunca más lo mirarán. No volverán a ser acariciados por él o por ella, no debido a una enfermedad o un accidente, sino porque él o ella han desaparecido.

Desaparecido. Extraña palabra. La usamos tan a menudo para cosas intrascendentes. “mi lápiz desapareció”. “¿Alguien se llevó mi encendedor? Ha desaparecido”. ¿Pero cuán a menudo dijiste “mi hijo ha desaparecido”, “ mi padre ha desaparecido”, “mi hija ha desaparecido”, “mi nieta ha desaparecido”? ¿Pueden imaginar ustedes el horror de tener que decir: “Es uno de los desaparecidos”, o peor aún, “la hicieron desaparecer”?

¿Qué significa ser un desaparecido? ¿Cómo ocurrió? ¿Quién supo de ello? ¿Quién hizo algo para ayudar? ¿Quién seleccionó a los que iban a desaparecer? ¿Hubo alguna razón para que ocurriera? ¿Siguieron las desapariciones una pauta determinada? ¿Cómo es vivir en una ciudad altamente sofisticada y cosmopolita como Buenos Aires y enterarse, en el colegio o en la universidad o en el trabajo, de que el muchacho o la muchacha o el hombre o la mujer que hasta ayer se sentaba a tu lado desapareció anoche? ¿Cómo es entrar al dormitorio de un ser querido y no encontrarlo – no hoy, no mañana – nunca? ¿Cómo  es estar de duelo sin cadáver que enterrar? ¿ Cómo ha de ser no tener ni la más leve noción de lo ocurrido a tu hijo o a tu hija o hermano o hermana o amigo?

Las tropas aliadas encontraron listas porque los nazis mantenían archivos completos de los internados en los campos de concentración: quién fue cremado y quién fusilado, quién fue gaseado y quién murió de hambre. Pero en la Argentina las únicas listas incompletas preparadas por padres y parientes y amigos que lenta y torturadamente decidieron que su silencio no ayudaba a sus seres queridos. Que simplemente no era cierto lo que tantas instituciones y personas les decían: “Mejor que no presentes hábeas corpus porque sólo harás las cosas más difíciles para tu hijo” o “No es prudente ir a la policía o al Ministerio del Interior o al Ejército o a la Marina o a la Aeronáutica. Si ustedes van, los van a torturar más. No hagan ola. Ya van a ver, en pocos días él o ella van a volver a casa” (…)

Hasta el 24 de marzo de 1976 yo nunca había entendido cómo se podía vivir tan cerca de Treblinka o Bergen Belsen o Dachau o Auschwitz y pretender que no se sabía nada. Lo aprendí. Fue una terrible lección.

Escribo esto con la esperanza de alertar a alguna gente, en alguna parte, acerca de una ineludible verdad: dondequiera que un ser humano sufre la privación de su libertad, todos los seres humanos se hallan amenazados. Esta simple afirmación debería parecer rudimentaria a esta altura de la historia. Pero hay épocas en que la humanidad parece incapaz de captar las más elementales verdades de la existencia humana.

Si mi relato pone de relieve, de alguna manera, los peligros de las teorías políticas modernas, habré sido ampliamente recompensado por haber recreado el dolor que no ha cesado en mi corazón y los no tan silenciosos gritos y gemidos que resuenan en mis oídos y en mi alma.

 

“Quien salva una vida humana, es como si hubiese salvado al universo entero.”

Mishnah Sanhedrin 4:5

 

Extraído de Ser judío en los años setenta: Testimonios del horror y la resistencia durante la última dictadura de Daniel Goldman y Hernán Dobry (Siglo Veintiuno Editores, 2014)

 

Mica Hersztenkraut

Autor

Mica Hersztenkraut maneja todas las comunicaciones de Hebraica.

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