Hace 20 años, la filósofa y escritora francesa de origen búlgaro, Julia Kristeva publicó una obra extraordinaria en tres tomos: El genio femenino (Paidós,2013). En ella exploraba las ideas lúcidas, apasionadas y comprometidas con su existencia y su pensamiento de tres mujeres excepcionales que han marcado de algún modo la historia del siglo XX. Uno de esos tomos estuvo dedicado a Hannah Arendt nacida el 14 de octubre de 1906 en Alemania. Tomaremos de ese volumen algunos pasajes para recordarla a través de la mirada de Kristeva.
“Hannah Arendt debe su celebridad a su obra de antropología política titulada Los orígenes del totalitarismo. Ese estudio intenta describir la cristalización de un mal absoluto: la idea, y su puesta en práctica en el siglo XX, de que la humanidad es superflua. Basándose en la economía, la política, la sociología, incluso la psicología social, y abrevándose en la literatura y la filosofía, Arendt narra una Historia hecha de historias personales y colectivas: los “datos” transitan por lo imaginario y son instrumentalizados por la ideología más mortífera que la humanidad haya conocido, puesto que llega a decretar que algunos seres humanos son superfluos. Algunos, ¿o bien, bajo el empuje del utilitarismo y la automatización, y a la larga, todos los seres humanos? Este es el temor de Arendt, que no lo oculta en absoluto.”
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“Cuando yo era pequeña, entre nosotros nunca se pronunciaba la palabra “judío””, recuerda Arendt en una entrevista. Educada por una madre “completamente Irreligiosa”, solo la “ilustraron” sobre su identidad de judía las manifestaciones antisemitas de los niños de la calle; la recomendación materna era que en esos casos no bajara la cabeza, sino que se defendiera. Martha (su madre) tomaba más en serio las declaraciones antisemitas de los profesores del liceo: “Yo había recibido la consigna de ponerme de pie de inmediato, salir de clase, volver a casa y proporcionar un informe exacto de lo que acababa de ocurrir”. La madre escribía entonces una de sus numerosas cartas-documento de protesta, y Hannah disfrutaba de un día de asueto.
Parece insuficiente aceptar que aquí se afirma una definición laica, no religiosa, de la identidad judía: yo no me defino como alguien que comparte una religión, sino que asumo mi identidad defendiéndome sola, y escribo (escribimos) a quien corresponde, pues creo (creemos) que es posible juzgar las injusticias. En un intercambio ahora célebre con Scholem, después del escándalo provocado por su informe sobre el proceso Eichmann, Arendt recusó un pretendido rechazo laico de la religión, que algunos sionistas utilizan con la finalidad más o menos confesada de transferir el espíritu religioso al culto del Estado o del pueblo providenciales: si no hay Dios, nuestro Dios es el pueblo. Contra esta actitud, ella afirmó una posición original: rechazando el nihilismo, le importaba repensar la tradición (“creer en Dios”) mediante una interrogación continua de la trascendencia. Esta, según Arendt, es la condición indispensable para que cada individuo sea respetado y pueda renacer en el interior de una comunidad política plural.
Mientras que a su juicio nacemos en cada acto de pensamiento, Arendt se veía impregnada por la educación parental y la lengua materna. A esto se añadía su convicción de que la judeidad es algo “dado”, “un dato”, “un aspecto”: lo que la hacía aparecer tal en el espacio, siempre político, de los otros. Ni determinación biológica, en la cual no se detuvo nunca (debió considerarla una simple zoe que todo ser, para humanizarse, debe transformar en bíos), ni particularidad psicológica (ella la llama “vicio”, al criticar a los judíos asimilados y a sus asimiladores falsamente filosemitas, que llegado el momento se dan el gusto de acorralar al intruso), la judeidad es uno de esos dones que se reciben al nacer, por los cuales se debe estar agradecido, y que conviene pensar y juzgar. Es lo que Arendt define como “un problema político”: “Usted me pregunta si soy alemana o judía. Para ser honesta, debo decir que, desde un punto de vista individual y personal, me es completamente indiferente (…); en el plano político, hablaría siempre y únicamente en nombre de los judíos”, le escribió a Jaspers. Más tarde reiteró su posición: “Manifiestamente, la pertenencia al judaísmo se había convertido en mi propio problema, y mi problema era político: ¡puramente político!”
Implacable con los enemigos del pueblo judío, no lo era menos con los propios judíos: lo demostrará el asunto Eichmann. Pues, si bien es cierto que solos e juzga en el interior del espacio público y con el prójimo, “juzgar” es un modo de “pensar”; ahora bien, cuando se piensa no se está en “ninguna parte”. Mantener la exigencia absoluta de pensarlo todo preocupándose por lo particular: la aventura intelectual de Arendt se despliega en su totalidad sobre esa cresta. Advertimos aquí la complejidad y la tensión que la animan, y que a menudo han sido interpretadas como ambigüedades. De hecho, más que de honestidad intelectual, se trataba para ella de seguir fiel a la esencia de la vida del espíritu, que consiste en conjugar la fuerza decapante de la interrogación solitaria (decir la verdad) y la comunidad extensa del juicio (hacer justicia a su pueblo en el interior de la humanidad). De ello resulta una ajenidad radical, que perturba los repliegues identitarios o de grupo, pero que Arendt asume sin apartarse de los suyos. Tiene la certidumbre de preservarlos como tales y, al hacerles justicia, hacerlos aún más justos, pero por cierto no de “servirlos”. En definitiva, la verdadera justicia, a menudo desagradable, transforma en justos al juez y los juzgados. Sin remitirse a la tradición hebrea, de la cual Arendt no parecía ser una gran conocedora, esta actitud del pensamiento coincide sin embargo intrínsecamente con la esencia del judaísmo, que la politóloga definió como sigue a propósito de Judah Magnes: “Este hombre es absolutamente irremplazable: una extraña mezcla de sólido buen sentido e integridad, y de un auténtico y patético sentimiento judío de la justicia, casi religioso.” Estas palabras se aplican perfectamente a la propia Arendt.”